Edward o el Caballero Verde, Parte XV

Odesia


Sir Edward cabalga con 50 lanzas


Gritos de horror en medio de la selva, un lamento que atravesó todo el pueblo. Un fuego que se levantaba desde las chozas, gente arrojada a la calle con violencia, llantos de niños, lamentos de mujeres. Unos brazos fuertes que quisieron oponerse a la agresión: sangre que tiñó el polvo y cuerpos que cayeron para no volver a levantarse.
El saqueo, cruel, comenzó en el momento mismo en que los hombres del pueblo fueron derrotados y los soldados de Casiano acuchillados. En ese momento, una patada tumbó la puerta de la taberna. El dueño del local se interpuso entre los asaltantes y su familia, con el cucharón del caldero como única, ridícula, arma. 
—Felicidades —le había dicho el líder de los bandoleros— hoy serás un ejemplo para todo el sur.
El tabernero no contestó a la provocación, simplemente se lanzó apuntando a la cabeza. Pero el cucharón no llegó a su objetivo: un garrotazo en pleno estómago le hizo caer de rodillas al suelo. 
—Bien hecho, Dardán —dijo el jefe. Acábalo. 
—¡Piedad! —gritó la mujer del tabernero, abalanzándose sobre su marido, en un intento último de defensa— ¡llévense lo que quieran! Pero ¿qué hemos hecho para merecer esto?
Dardán no prestó ninguna atención a las lágrimas de la esposa, ni a las de los niños que asistían abrazados a la escena, unos pasos más atrás. Para él era tan simple como descargar el garrote dos veces en lugar de una. Un golpe seco y bien dado en cada nuca, griterío de los muchachos, que lloraban a moco tendido, y un trabajo terminado. 
—Tomo tu ofrecimiento, mujer —dijo en voz alta el caudillo criminal, como si ella aún estuviera viva— me llevaré todo de este lugar. Empezando por esos chiquillos ¿no te parecen magníficos, Dardán?
El secuaz rio, maliciosa y tontamente.
—Seguro. El chico debe valer sus buenas monedas en el mercado correcto. Lo sé de mis días de pirata. En cuanto a la niña, pronto crecerá y servirá para otras cosas.
—Bien, átalos entonces, nos los llevamos. Los demás —dijo volviéndose a la chusma que le seguía—: recorran este pueblucho y llévense todo lo que sea de valor. Quemen lo demás. Luego, nos iremos.
Los bandoleros se entregaron a su tarea, dispersándose por la única calle de Odesia. En la sala principal de la taberna, donde había ocurrido todo, se quedaron Dardán, el líder, y los niños. Y en ese momento, una nueva silueta se recortó en la puerta de atrás. 
—Ni sueñes con ponerles tus manos encima, Dardán.
Los maleantes se volvieron, reconociendo la voz. Al verla, se alegraron.
—¡Oh, Clara! ¿Dónde habías estado? —dijo el cabecilla.
Lope y Madalena observaban todo, los ojos grandes como platos. No podía permitir que ellos descubriesen su conexión con los hombres del bosque. No podía defraudarlos así.
—No sé quién eres —respondió ella en voz alta— pero te lo advierto: deja a los niños en paz.
—Oh… entiendo. Con que esas tenemos ¿los quieres para ti acaso?
—No te atrevas a insinuar…
—Dardán, llévate ya a esos críos, yo me encargo de esta insolente.
Clara no estaba dispuesta a soportar que secuestraran a Madalena y a Lope ante sus ojos. En menos de un segundo, su puñal había volado atravesando media estancia, rebanando en el camino la oreja de Dardán, que aulló de dolor.
—Quieto —le dijo— porque el próximo irá entre los ojos.
Desconcertado, el jefe se lanzó sobre ella, gritándole de todo. Pero su ímpetu acabó al sentir el hierro en su estómago.
—Si hubieras prestado más atención —le dijo Clara en un susurro, mientras aún estaban cerca la una y el otro— hubieses sabido que siempre tengo dos dagas conmigo.
El cuerpo cayó pesadamente hacia un costado, a la vista de Dardán, que sangraba e inútilmente hacía presión con su mano sobre el oído cercenado. Los ojos del criminal la odiaron, mientras ellas se le acercaba con paso decidido.
—Sal inmediatamente de aquí, bruto. Y asegúrate de que tus amigos te sigan. El jefe acaba de caer en una escaramuza: qué lamentable. Ahora toca que volváis a los bosques, no queda nada más que hacer en este lugar.
Incluso Clara se sorprendió de la reacción de Dardán. Por un segundo, creyó ver el miedo reflejado en la mirada de ese ex pirata, una cosa que jamás pensó posible en él. Se levantó con dificultad y dio un par de pasos vacilantes hacia atrás. Y entonces se recompuso. 
—Pagarás por todo esto. Llegarás a añorar tus días de prisionera de los fynnios, cuando volvamos. 
—Los estaré esperando —contestó fiera. 
Cuando el forajido se hubo ido, Clara corrió hacia los niños. Los tres se abrazaron: y mientras los muchachos moqueaban desconsolados, lágrimas silenciosas quemaban las mejillas de Clara.

Los cascos de los caballos retumbaban como tambores de guerra en los pechos de los hombres, mientras aceleraban más y más el paso hacia Odesia. Una tormenta de pensamientos se había desatado en el corazón de Edward, que conducía cincuenta lanzas hacia la remota aldea: medio centenar de jinetes no era una fuerza despreciable y, sin embargo, el caballero temía que fuese inútil.
Apenas supo la noticia envió mensajeros a anunciarla también a Casiano, informándole que dejaba el Obelisco para establecerse en el corazón de la selva, en la aldea atacada. Debía actuar rápido, por eso no podía esperar a que el corregidor aprobara su plan. Pero le pesaba la certeza íntima, que no podía confesar en voz alta, de saber que al llegar ya no encontraría al enemigo. Por rápidas que fueran las nuevas, siempre las oiría después de los hechos, y siempre estaría un paso por detrás. Y eso le frustraba. Cincuenta lanzas, cincuenta espadas: y ninguna de ellas castigaría al agresor, ninguno de sus escudos protegería al débil, que ya había sido ultrajado.
Ver el resplandor del incendio que moría, tiñendo de sangre las nubes tormentosas, habría incrementado su furia al entrar en el asolado villorrio y, en medio de su ansiedad del último tiempo, el desahogo hubiera sido violento. Mas la lejanía de Odesia evitó que arribaran tan pronto, y cuando entraron en el pueblo, avanzada la tarde del día siguiente del ataque, las cenizas estaban frías.
El relincho de los caballos llenó el aire, cuando los cincuenta hombres capitaneados por Edward tiraron de las riendas deteniendo su carrera. Rostros asustados asomaban por puertas y ventanas.
—¡No temáis más! —anunció el caballero— venimos en nombre del corregidor, Casiano de Urbia. Estamos aquí para proteger, no para despojar. ¿Quién hay que pueda explicar lo sucedido, o apuntar hacia donde huyeron los que os hicieron esto?
De a poco, los aldeanos salieron a la calle. No era el recibimiento esperado, pero su desconfianza era comprensible. Con un gesto, el caballero ordenó a sus hombres apearse y dio el ejemplo, descendiendo de Diamante y quitándose el yelmo: nada más lejos de su intención intimidar a esa pobre gente.
—Ya estuvieron aquí soldados del corregidor —le dijo uno, acercándose— de poco nos han servido, más que para atraer la ira de los del bosque. Nunca fueron tantos como ayer, y han asesinado al hombre que pidió la ayuda de Casiano en primer lugar ¿qué os hace pensar que vuestra presencia aquí será buena para nosotros, esta vez?
—Uderzo, Albeen, Gundisalvo, Tancredo y Saltián. —pronunció despacio esos nombres, dejando que la pausa los llenase de contenido— Conocía a cada uno de ellos. Personalmente los envié aquí, cuando oímos vuestro llamado, vuestro grito de ayuda. Fueron mis hombres, fueron mis amigos: y su vida se apagó acá, en Odesia, donde nadie se esperaba un ataque de esta envergadura. Hoy no somos cinco: somos cincuenta los que nos ponemos al servicio de la aldea, los que castigaremos esta tropelía y haremos justicia no solo a la memoria de vuestros muertos, sino a la de Uderzo, Albeen, Gundisalvo, Tancredo y Saltián. No puedo garantizar que no habrá represalias, pero sí que contarán con mi escudo, y con el de mis hombres. Si de algo sirve, esta es la palabra de sir Edward de Uterra. Ahora, decidme ¿los habéis sepultado ya? Guiadnos a donde reposan nuestros amigos.
 El nombre causó efecto inmediato. Ulf no pudo dejar de sentir cierto orgullo por su amigo: ahí estaba, en esencia, retratado el carácter del caballero que había dejado el hogar para levantar el estandarte del águila tricéfala, para soplar del cuerno de la justicia. La gente se arremolinó en torno a ellos, dando muestras de bienvenida, y desahogando por fin las penas contenidas, mezclando el duelo y la alegría. Los guerreros fueron conducidos hacia las afueras del otro lado del caserío, donde en una pequeña colina en la linde de los bosques se levantaban los pétreos muros del cementerio. Oraron frente a las lápidas y, al volver, Edward declaró que la aldea estaba en adelante bajo su personal protección, dando las primeras órdenes a sus hombres para tomar la vigilancia de la zona y comenzar a recabar información que les pudiese llevar a encontrar el escondite de los bandoleros. Fueron conducidos de vuelta al pueblo entre el regocijo de los lugareños.
Los niños que correteaban por el lugar, burlada la vigilancia de sus madres, con toda naturalidad se acercaron a los recién llegados, curiosos y atraídos por los caballos y por las armas brillantes. Y entre todos, el que mayor interés suscitaba era por supuesto el capitán de aquellos hombres, que hubo de permitir que se probasen su casco, que acariciasen a Diamante y que le hicieran mil preguntas, que contestó divertido, recordando la radiante inocencia de sus propias hermanas.
Había ahí un par de chiquillos, de unos doce o diez años, que llamaron su atención. No reían como los demás. Le miraban de reojo, como si batallaran entre el temor y la curiosidad, manteniéndose pese a todo juntos, a poca distancia de los demás niños. Se le encogió el corazón al ver sus rostros decaídos, tristes.
Apartándose de los otros pequeños, que le siguieron admirados, Edward se acercó a la parejita y se encuclilló junto a ellos, con su mejor sonrisa. El mayor tenía de la mano a la menor, y al acercarse el caballero se apretujaron aún más juntos, si cabe.
—Hola —les dijo tranquilizador— no tengan miedo. Me llamo Edward. ¿Ustedes?
La pequeña miró al otro con ojos grandes e interrogantes, y fue este el que habló, tratando de poner voz seria:
—Me llamo Lope, y esta es mi hermana Madalena…
—¡Son los hijos del tabernero! —chilló un niño detrás, que ya no aguantaba la expectación. Y otra niña, algo mayor, añadió: —sí, sí. Pero desde ayer ya no hay tabernero, ni tabernera. 
Sorprendido, Edward volvió a mirar a los hermanos. Ahora entendía todo.
—Oh, lo siento mucho… —comenzó diciendo, y luego se detuvo: no había condolencias que pudiera alegrar a un niño en esa situación— Vengan conmigo ¿quieren dar una vuelta en Diamante, mi caballo? Mi amigo Ulf les puede cantar una canción, también.
—¿De… de verdad? 
—Pues claro, Lope.
—¿Y nos cuidarás de los hombres del bosque, como Clara? —preguntó Madalena, con voz dulce.
—¿Quién es Clara…? Es decir, sí, por supuesto que los defenderé. Por eso estoy aquí: miren esta hoja —les dijo, mostrándoles su espada:— nadie se atreverá a poner un pie aquí para hacer daño, mientras esto esté en mis manos.
—Es como el cuchillo de Clara, pero más largo —dijo admirada Madalena.
Edward rio. 
—¡Bien! ¿Quieren montar o no?
—¡Sí!
El caballero les extendió la mano y los subió sobre el fino destrier. Y luego, en un arrebato de ternura, se quitó la capa y la puso sobre ambos: la cara de felicidad de Lope fue impagable. Tomando Edward las bridas, se inició la curiosa procesión por la calle del pueblo, con los demás niños gritando hurras alrededor, y Ulf improvisando una melodía festiva con su cítara. Madalena tamborileaba con sus manitos sobre el lomo de Diamante, y Lope la sostenía por detrás.
La gente observaba conmovida la escena, pero Edward se dio cuenta de que algo ocurría cuando en cambio comenzaron a crecer los murmullos, hasta volver a ensombrecer el ambiente. Entonces, una voz femenina le interpeló con dureza:
—Entrégame a esos niños, caballero.
—¡Clara! —gritaron ambos, alzando los brazos. —¡Vino a defendernos de los hombres del bosque, Clara! —añadió Madalena— y tiene un cuchillo grande como el tuyo.
—Se llama “espada” —la corrigió mosqueado su hermano— qué poco sabes…
—Entonces, tú eres la famosa Clara —dijo ahora Edward, dirigiéndose a la mujer— Lope y Madalena dicen que has cuidado de ellos…
—¡Sí, sí! —interrumpió Lope, que ya había desmontado, haciéndose el interesante— Clara nos salvó, cuando los malos entraron en la taberna y… y papá…
Una sombra volvió a velar la alegría de sus ojos, mientras Ulf ayudaba a su hermana a descender del caballo. El chico no quería mostrarse afectado, pero la barbilla le temblaba, y tuvo que refregarse los ojos con las manos, para disimular las lágrimas que ya le saltaban. La reacción de Clara fue inmediata y maternal: rápidamente se puso a su altura, y le consoló con unas palabras que nadie más oyó. Luego, Lope, aún sorbiéndose los mocos, obedeció llevándose a su hermana adentro.
Clara se incorporó y se volvió hacia el caballero, con intención de agradecerle. Su gesto había cambiado: cuando apareció por primera vez acompañó a la dureza de su orden un rostro igualmente duro. Pero ahora, Edward fue traspasado por unos ojos de mirar luminoso, celestes como el cielo y demarcados por unas cejas negras y pobladas, que por contraste aumentaban la intensidad de su mirar. Encandilado, su vista quedó fija en ese rostro redondo y de tez blanca, enmarcado por una amplia cabellera oscura como la noche. No le llamó la atención que estuviese vestida con un gambesón tachonado, ni con pantalones amplios embutidos en unas botas altas hasta la rodilla. Una tenida curiosa, la verdad, pero él en ese momento no pudo ver otra cosa que su rostro y su sonrisa, algo que quizá muy pocos, además de los niños, habían visto. Y él, que había sostenido la mirada de Setari, tuvo que apartarla ahora con cierto rubor.
—Muchas gracias, caballero…
—Edward… es Edward. Quiero decir, sir Edward. —interrumpió sin saber por qué, y tratando luego de recuperar la compostura.
Clara titubeó, extrañada, pero al ver que él no continuaba, siguió.
—Madalena y Lope necesitaban alguna pequeña alegría. Hace poco perdieron a sus padres.
—Han dicho que los salvaste ayer…
—Sí… pero a un precio alto. Un niño no debiese ser testigo de la muerte de nadie. Por eso: gracias otra vez.
Y diciendo esto, se despidió para ir tras los hermanos.
—¡Espera! —Clara se volvió— Es decir, esperad. Si combatisteis contra los bandoleros, quizá podéis darme alguna seña que…
—No es necesario que uses cortesías conmigo. No las usaste al saludarme, y nadie aquí me habla así. Puedo ayudarte, pero no hoy. Tengo que cuidar de Lope y Madalena, y es pronto para abrir heridas frescas. Quizá mañana.
Edward se quedó sorprendido, mientras el mundo volvía a la actividad en torno a él. En realidad, nunca se había detenido, pero solo ahora sentía que los murmullos y los comentarios rebrotaban alrededor. Miró instintivamente a Ulf, como para cerciorarse de que había visto lo mismo que él, pero se encontró con su cara de sospecha. Y al toparse la mirada de ambos amigos, el otro sentenció:
—Edward… no sé qué está pasando por tu cabeza. Pero esa mujer me da mala espina.


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