Edward o el Caballero Verde, Parte XXVII

 Despedidas



El trinar de las aves despertó a Edward del sopor en el que estuvo por dos días corridos. Al abrir los ojos, vio un zorzal cantando sobre una ventana arqueada, y le costó unos segundos darse cuenta de que estaba en una cama. Una punzada en el costado le provocó una mueca cuando trató de incorporarse. Tenía el torso vendado.
—¿Qué tal te sientes? —era Ulf, sentado a los pies del lecho.
—Algo apaleado, pero me siento bien. ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?
—Por poco te nos mueres, Edward. Suerte que Setari estaba allí: te trajo volando hasta acá, Calidia. Si hubiésemos tenido que traerte a pie, solo hubiese sido para enterrar tu cadáver. 
—Calidia… el bosque. Ahora recuerdo —una sombra pasó fugaz por sus ojos, junto con imágenes confusas:— Clara… ¿Dónde está? ¿Ulf, vive o…?
Su amigo le miró en silencio, un segundo, con gesto inescrutable. Finalmente, abrió sus labios y habló.
—Sí. Vive. Pero debieras olvidarla ya, Edward. Casi te asesina. Si no fuera porque llegamos en el momento justo, hubiésemos encontrado tu cabeza como la de Pelayo, pobre hombre. Cuánto salvajismo vimos al llegar: debe ser que Alcico quería ganarse el respeto de los bárbaros. Cuando vi esa masacre… créeme: quise estrangular a la traidora con mis manos, si no fuera porque Casiano no lo permitió.
—Te… te equivocas, ella no iba a matarme, no puede ser: combatíamos juntos cuando llegaron. Ella salvó mi vida.
—Bah, sigues ciego. Yo mismo la vi, con tu propia espada en sus manos, sobre tu cuerpo inconsciente, lista para el golpe de gracia, a pocos pasos de la cabeza de Pelayo. Pero ya no tiene caso. Está en las mazmorras de esta fortaleza, y de allí no saldrá.
El caballero guardó silencio, sabiendo que ninguna explicación convencería a su amigo. Pero él conocía la verdad. Clara, al final, se había puesto a su lado. Con su propia espada, la espada de un caballero, combatió a los rufianes, aceptando morir ahí, antes que permitir más injusticias.
—¿Cómo fue que nos encontraron? —preguntó— ¿Alguno de los muchachos, de los demás prisioneros, pudo salvarse?
—Cuando la emboscada cayó sobre nosotros —contestó Ulf— yo los seguí. Al ver lo que ocurría, recuperé a Diamante y cabalgué a avisar a Casiano. Nos movimos lo más rápido posible, pero fue demasiado tarde para nuestros amigos. Esos salvajes… algunos vivían aún, pero para cuando acabamos con los bandoleros y pudimos desatarlos ya sus vidas pendían de un hilo. Y antes de llegar a Urbia, ese hilo se había cortado para todos. Los enterramos, y luego vinimos a Calidia. Yo llegué ayer: los curanderos del barón han hecho un buen trabajo contigo.
—Lamento mucho lo que oigo, Ulf. Esto ha sido mi culpa. Me he precipitado, otra vez, y caí de nuevo en la trampa. Los muchachos eran valientes, no merecían una muerte así.
—No te gustará oírlo —suspiró Ulf— pero esa culpa recae más bien en quien te traicionó, y en tu ingenuidad, claro. Pagará, sin embargo. Te alegrará saber que el barón ha pacificado los mares, y que con los hombres de Casiano y los suyos propios, el orden ha vuelto a los bosques. Después de lo ocurrido en el campamento, Quinto se ha enclaustrado aún más en Namisia, si eso cabe. No sé qué pretende el barón, pero si fuera él, mandaría todo al carajo y asaltaría esa ciudad para entregársela a Casiano.
—Eso sería una insurrección contra el poder imperial…
—La insurrección ya ha sido, Edward, y la lideró Quinto. Logramos apresar a un juglar, que resultó ser uno de sus enlaces. Y ya cantó toda su canción. No sé qué espera lord Geoffrey para actuar: lo dejo a ustedes, hombres de guerra y política. A propósito, cuando te sientas mejor, debieras ir a ver a Casiano, está aquí y quería hablar contigo. Debes tener hambre, después de tu siesta de dos días. Iré a avisar a la criada. Recupérate, amigo mío, y deja de pensar en esa jovencita: veo en tu rostro que no has parado.
Mientras esto decía, sin dejar de parlotear —era una muestra de que, pese a su gesto severo, estaba contento—, Ulf se levantó y se dirigió hacia el marco de la puerta, para salir de la habitación. Ya hacía una señal de despedida, cuando Edward lo interrumpió:
—¡Ulf! —el amigo se volvió, callándose— Gracias. Gracias por todo. Ya sabes, por rescatarme.
—Oh, no es nada —contestó sonriendo— eres un cabeza dura, pero hemos crecido juntos. ¿Qué más podía hacer? —y con un gesto que simulaba el sacarse un sombrero, se despidió para ir en busca de las criadas.

Alguien llamó a la puerta y el criado se apresuró a abrir. Pocos momentos después, se anunciaba la visita al gobernador:
—Mi señor, su señoría el corregidor de Urbia está aquí.
Lord Geoffrey se levantó de su asiento para recibir a Casiano con una sonrisa. Junto a él entró también un hombre joven, de estatura formidable y largos cabellos sujetados en una trenza. Un torque de oro en torno a su cuello le acreditaba al mismo tiempo como guerrero alano y como noble de su pueblo.
—Casiano —saludó el barón—, te estaba esperando. Y supongo que este es el contacto del que hablamos —añadió, extendiendo su mano al bárbaro.
—Sí. Él es Perseas, sobrino de Orestes, de las Llanuras Salvajes. Su tío es uno de los consejeros más cercanos al rey Theleas, y jefe de un poderoso clan. 
—En efecto, debe ser un hombre poderoso, vuestro tío, —dijo lord Geoffrey— si a vos se os presenta como sobrino suyo antes que como hijo de vuestro padre. Es un honor recibiros; tomad asiento, por favor.
—Orestes es el jefe de clan —sentenció el bárbaro— entre nosotros, aquello es más importante aún que la sangre. Por eso estoy aquí: mi clan tiene una deuda de honor con la estirpe de Casiano de Urbia, y no podíamos desoír su llamado.
—¿Una deuda de honor? —respondió interesado el barón— Casiano, cuando dijisteis que teníais cómo llegar hasta los leales a Theleas no pensé que vuestra influencia fuese tan… estrecha.
—Por mis venas corre sangre alana, junto con la imperial —explicó el corregidor— mi padre fue legionario y sirvió en la frontera, cuando los reyes llevaron la guerra a las Llanuras Salvajes. En la campaña conoció a mi madre, del mismo clan de Perseas. Pero la historia de cómo superaron las hostilidades entres sus pueblos, y de cómo mi padre se ganó el favor de los grifos, emblema de los alanos, y junto a mi madre evitó la aniquilación del clan de Orestes, protector del rey bárbaro, no es lo que nos interesa ahora. Lo importante es que Perseas está aquí, y que una vez más un enemigo amenaza por igual al Imperio y a Nifrán. Ya he puesto al tanto a Perseas de la conspiración de Quinto, los bandoleros, y los alanos rebeldes a Theleas.
—Me encantan ese tipo de historias, y me impresiona no haberla oído aún —acotó lord Geoffrey— pero me imagino que será porque circula más por las Llanuras que por estos bosques. Bien, no hay tiempo que perder, ahora. Es muy importante advertir al rey de la conjura, mientras por mi parte me aseguro de que el emperador se entere también de las fechorías de Quinto.
—Como he dicho, tenemos en mi clan una deuda con la familia de Casiano, y mi pueblo se gloría de su lealtad tanto como de la fuerza de sus arcos —contestó el bárbaro—; sin embargo, no sé cómo podemos ayudar. La nación alana no mira con simpatías al Imperio, y estas noticias, viniendo de vosotros, resultarán sospechosas.
—Comprendo vuestra preocupación, pero la conjura es doble, Perseas —dijo tranquilamente el gobernador de Calidia— pues los lazos que unen a los hombres de Quinto con los enemigos de vuestro tío y del rey Theleas son peligrosos tanto para Nifrán como para el sur del Imperio. Debemos dejar la antigua desconfianza y actuar juntos. Si la información se tergiversa, uno y otro lado podrían ser arrastrados a la guerra, de la que solo se beneficiarán los traidores. Es importante que esto llegue a los oídos de Theleas y del emperador en los exactos términos que discutiremos aquí. De otro modo, el esfuerzo habrá sido en vano.
—Si se trata de quienes creo —contestó Perseas— no será fácil: también ellos tienen un sitial en el consejo del rey, y yo solo podré informar de oídas lo que me han dicho gentes de una nación que algunos consideran enemiga.
—Es por eso que necesitábamos que vinieseis con celeridad y en secreto —aportó Casiano— para discutirlo personalmente. Estoy dispuesto a acompañaros al Este, y presentarme yo mismo frente al rey. Pero no podré hacerme escuchar sin el apoyo de un clan: por mis venas, gracias a mi madre, corre sangre alana; solo necesito llegar junto con vos.
Perseas lo miró fijamente, antes de replicar:
—¿Yo, responder por un extranjero? ¿Por un corregidor de un poblado imperial? Sé quien sois, y quien fue vuestra madre, pero también sé cómo es recordado vuestro padre fuera de nuestro clan: un legionario que invadió nuestras tierras con sus hombres. 
—Es un riesgo que hay que tomar. Si vos convencéis a Orestes, tendremos el aval de uno de los más poderosos clanes ante el rey. Y si Setari viene en nuestra compañía, la sola presencia de la bestia protectora de los alanos debiera amedrentar a los conspiradores.
—Veo que sois audaz, y que estáis dispuesto a arriesgar el cuello —respondió el alano—: agradarás al rey y a Orestes, sin duda. Tenéis mi apoyo, mas hemos de partir de inmediato, los insurrectos ya nos llevan unos días de ventaja, y hemos de actuar antes que ellos.
Con eso, quedó zanjada la cuestión. Luego de discutir los términos de la embajada, el barón se disponía a despedirlos, cuando el criado volvió a aparecer, esta vez para anunciar que el caballero de Uterra, sir Edward, ya estaba allí. 
Habían pasado algunos días de recuperación, y el joven se sentía de nuevo en la plenitud de sus fuerzas. Sin embargo, palideció cuando, al entrar en la sala, vio a un bárbaro allí, justo entre el gobernador y el corregidor.
—Tranquilo —se le adelantó Casiano— es amigo.

Las mazmorras de Calidia eran oscuras. La luz se colaba apenas por un estrecho ventanuco, alto e inalcanzable, en la pequeña celda en que, tras sólida reja de hierro, se encontraba recluida la joven. Se oyeron entonces unos pasos en las escaleras, y de pronto él estaba ahí, al otro lado de la verja.
—Hola, Clara —saludó Edward, sentándose en un banco junto a la celda— siento no haber venido antes. Me tomó un tiempo recuperarme, y luego he tenido que arreglar algunas cosas antes de venir aquí. Pero más que nada, deseaba verte.
No respondió de inmediato. Volvió su rostro hacia la muralla.
—No debieras estar aquí —dijo al fin— ¿no soy acaso una traidora? Mis huesos se secarán en este agujero. Así es la justicia en esta tierra.
—No eres traidora. Aunque lo grite el mundo entero. Clara: tú salvaste mi vida. No podía irme de aquí sin antes verte.
Ella se volvió al oír aquello. 
—¿Irte? ¿A dónde?
—Por el momento, volveré al norte, quizá a la frontera del De Laid. He hablado hace unos días con el barón, y creo que ya no será necesaria mi espada aquí: lord Geoffrey y Casiano se harán cargo. A propósito, me he enterado por Ulf que Lope y Madalena están por fin en Acimina, con sus tíos maternos. Después de la muerte de Alcico, transitar los caminos vuelve a ser seguro. 
Clara se sonrió, pero había un dejo de amargura en esa sonrisa, que se hizo evidente cuando contestó:
—Lope y Madalena… me alegro por ellos. Sin embargo, crecerán creyendo que los abandoné, o peor aún, que los usé. Supongo que es un agravio más que sufriré y que debo cargar a cuenta del deleznable Quinto.
Edward la miró con compasión. Seguía todavía llena de rabia, pero ahora era una ira resignada, recluida tras esos barrotes: una venganza que quisiera acariciar, pero que no tenía ninguna esperanza en conseguir.
—No creas tal cosa. Acimina está lejos de Odesia, y los tíos de los niños no han oído de ti, más de lo que les dijo Ulf, al entregarlos. 
—¿Conque Ulf los llevó? Él me odia…
—Pero es un amigo fiel, dispuesto a hacerme un favor. Te garantizo que solo saben lo que los niños les han contado: es decir, que les protegiste en el momento de necesidad. Por mi parte, lord Geoffrey ha accedido a no hacer pública tu participación con los bandoleros, por ahora…
—Es decir, que seré olvidada en esta celda. Gracias, caballero. ¿Por qué te empeñas en ayudarme?
Pasando por alto la ironía en esas palabras, Edward contestó, clavando en ella sus ojos azules:
—Ya te lo he dicho, Clara. Salvaste mi vida. Sé que no has manchado tus manos con sangre inocente. Pudiste haberlo hecho, esa noche, dejando que me mataran, y eso te hubiese permitido por fin llegar a Quinto. Pero renunciaste a eso, y tomaste mi defensa. Aunque nadie más lo haya visto, aunque los testigos, mis compañeros, hayan muerto, yo sé lo que ocurrió ese día, en el que reparaste tu traición primera. Por eso, yo ahora también tomo tu defensa. Aunque el corregidor y el gobernador crean que se trata solo de una protección caballeresca, y no den crédito a mi historia, no por eso te dejaré aquí.
—Quizá, Edward, me he equivocado. Quizá debí dejar que esa hacha cortara tu cuello ¿qué he sacado de mi locura? Quinto vive aún, y yo estoy para siempre encadenada aquí. No soy inocente, y no puedo pretender que se me trate como tal.
—Quinto pronto caerá, Clara, tiene sus días contados. Capturaron a un juglar en el campamento, que reveló toda la trama…
—¿Uno solo? Había dos…
—Pues sí, sé solo de uno. Ulderico, se llamaba. Ahora, si había un segundo, eso explica el enclaustramiento de Quinto en Namisia: ya sabe que el barón lo sabe todo. No tiene importancia, de todos modos. Lord Geoffrey ha enviado al prisionero a Dáladon, junto a hombres de confianza: el rey turdetano y el emperador se enterarán de la conjura y será el fin para los hermanos Marcus y Quinto. Namisia será regida por Casiano, que hoy además se cubre de gloria, pues está en una misión para evitar un enfrentamiento con los alanos. El emperador no podrá escoger mejores líderes que Geoffrey y Casiano para el sur, que gozarán de prestigio tanto entre los bárbaros, por evitar el ataque al trono de los alanos, como entre nosotros, por expulsar a los piratas y someter los bosques.
—Como siempre, pura política. Mas ninguna degradación será suficiente: Quinto merece morir. No otra cosa.
Ambos se sostuvieron la mirada: estaban muy cerca el uno del otro, con la reja de por medio. Pero lo que los separaba era más que solo una cancela de hierro y unas cadenas. Edward fue el primero en bajar la vista, sin soportar los ojos de acero de la chica. Antes de que ocultara su rostro, ella alcanzó a notar que un velo de pesar había caído sobre él.
—No sabes cuánto me duele el que sigas pensando así —le dijo el caballero, con sentidas palabras—. La venganza es inútil, y consume tus fuerzas. ¿No te has planteado nunca que tu familia puede que esté viva? No es costumbre de los comerciantes de esclavos que habitan el archipiélago asesinar su mercancía, ni tampoco lo es entre los que compran en esos pérfidos mercados del Oeste. Aunque pudieras llegar hasta Quinto, eso no te acercará a los tuyos, que te necesitan. Y si, el Creador no lo consienta, fuera tarde para ellos, estoy seguro de que hay muchos a quienes podrías socorrer en su memoria.
Se palpaba la congoja en el discurso de sir Edward: más que una amonestación, tenía tono de súplica. Clara sintió un nudo en la garganta, mientras unas reprimidas lágrimas saltaban a sus ojos.
—Lo que me pides es demasiado…
—No, no lo es. Quizá lo fue, pero estoy seguro de que es una decisión que ya tomaste: allá en el bosque, cuando te pusiste a mi lado, en ese momento renunciaste a sacrificar sangre inocente ¿por qué volver atrás?
—No tiene sentido hablar de eso ahora. Estoy en esta mazmorra: pronto el barón me olvidará y si, como dijiste, no se ha divulgado mi vinculación con los bandoleros, entonces oficialmente no estoy recluida aquí. Y aquí me secaré.
—Te equivocas. Era muy importante que hablásemos de esto. Porque estoy ahora seguro de que, si tuvieras una segunda oportunidad, la emplearías bien.
Hubo un momento más de silencio, mirándose ambos. La fría reja de hierro seguía separando sus mundos, sus vidas, sus destinos. Edward se levantó. Ella también, y repiquetearon sus cadenas. 
—A Lope y Madalena les encantaría verte —dijo el caballero— pero no en esta condición. Espero que un día estén orgullosos de la mujer que los salvó, y se haga justicia sobre el nombre de Clara de Ilía. Al menos, yo lo estoy: puedes contar con eso. Ahora, tengo que irme. Ya está todo listo para mi viaje. Hay rumores de guerra en el norte, y hacia allá marcharé. Ha sido bueno conocerte, Clara.
Y diciendo esto, le extendió la mano a través de los barrotes. Ella no sabía qué decir. Un par de lágrimas rodaron por los ojos de ambos al estrecharse las manos, y casi podría haberse oído el desgarro de los corazones al separarlas.
—Me voy antes de que se enteren de que estuve aquí. Creo que Ulf anda por ahí, sacando de paseo al guardia.
Clara no alcanzó a preguntarle qué significaba esta última declaración, pues el caballero ya subía de nuevo las escaleras fuera de los calabozos. Impactada, se quedó sola en su celda: en sus manos tenía una llave.

—¿Ya has dejado de jugar conmigo, Edward? —le dijo Ulf— Te juro que que si me pides una sola cosa más en favor de esa chica, yo mismo te denuncio a lord Geoffrey.
El caballero rio, mientras ponía la montura a Diamante.
—Tú y yo sabemos que eso no es verdad. En el fondo, aunque no lo admitas, me crees. Clara no es un monstruo sanguinario, como te lo has pintado.
El cantor gruñó, replicando algo ininteligible, y cargó algunos bultos sobre su propia montura.
—Pues, como sea —dijo Ulf— al menos ahora nos alejamos de ella. Y será mejor que sea antes de que noten su ausencia.
—No ocurrirá tal cosa —respondió el amigo, guiñándole un ojo— Casiano ya está en las Llanuras Salvajes y lord Geoffrey “ha olvidado que es su prisionera”.
—Buena impresión debiste haber causado en el barón, para que consintiera en un olvido así. ¿Cómo es que no intenta retenerte aquí, a su servicio?
—El gobernador es un gran hombre. —Mientras esto decía, él y Ulf salían ya de las caballerizas, listos para el camino— Y eso le ha traído problemas con la nobleza local y con círculos de la corte. No quiere que me involucre yo en esas luchas, por eso encargó a otros que llevaran a Ulderico a Dáladon. Dice que soy demasiado joven para quemar mi nombre junto al suyo, y eso que ya me gané la ojeriza del duque de Vaneja al “escaparme hacia aquí”. Geoffrey concluirá, con Casiano, su lucha acá contra la influencia de Marcus y Quinto. Literalmente, me dijo: “es mejor que a tu edad no te opongas a la nobleza, si no quieres terminar siendo como uno de los bandoleros que has combatido”, y luego me ha ordenado que me encamine a la frontera norte, en Sarpes: los varnos se han vuelto a levantar y cree que mi espada será más útil allá. Incluso me dio una carta de recomendación para el caballero que sostiene la fortaleza de la ciudad, un tal lord German.
—¿Una carta del gobernador? Eso ya es bastante, sí señor. Tendremos un buen recibimiento. Ya quiero llegar a Sarpes.
—Solo piensas en fiestas y banquetes —volvió a reír el caballero— pero estamos yendo a la guerra, Ulf.
—Bah, ya he estado en ella. Y ya hemos visto a los varnos. Con guerra o sin ella, con o sin ataques bárbaros, en Nedrask nunca faltó espacio para los cantores y para el vino. ¿Por qué sería distinto en Sarpes?
—Pues bien —concluyó sir Edward, montando en Diamante— prepara entonces tu lira y tu garganta. 

Las gaviotas revoloteaban en el cielo, haciendo llover sus graznidos sobre las naves que se bamboleaban al ritmo de la marea. Una joven encapuchada hablaba con uno de los capitanes en el muelle.
—Necesito un pasaje —decía ella— no tengo cómo pagar, pero puedo ser útil a bordo. Sé de navegación.
El marino la miraba sin demasiada convicción. 
—No creo que necesite más tripulación, joven. ¿Por qué debería aceptarte a bordo, sin pagar tu pasaje?
—Por favor, puedo también limpiar y cocinar. Es un bajel grande, seguro que tiene necesidad. 
—¿A dónde vas?
—A las islas de los fynnios. El archipiélago. Seguro tiene negocios allá… puede, puede vender allí esto —añadió, sacando de su equipaje un vestido celeste— es tela del Este, de los alanos.
—Mmm… parece bueno, sí. Eso y un poco de trabajo podrían valer el aventón hasta las islas. ¿Por qué quiere una joven como tú ir más allá de los límites del Imperio? No es una tierra segura para viajar sola.
—Sé cómo protegerme a mí misma. Además, allá encontraré a mi familia.
—Está bien. Sube a bordo y deja tus cosas en la bodega. Partiremos mañana por la mañana.
Clara agradeció con una sonrisa y, luego de echar un último vistazo a sus espaldas, a los bosques que dejaba y a Calidia que se elevaba blanca sobre su peñón, volvió su mirada al barco y al mar, y sus ojos celestes se sumergieron en lo profundo de esas olas, que le vaticinaban un futuro nuevo y amplio, como el océano.

Se alejaban ya de los bosques, que quedaban a sus espaldas, al sur. Iban los dos solos, acompañados únicamente del trinar de las aves. Edward estaba silencioso.
—¿Piensas en ella? —le preguntó Ulf.
—Creo que sí —le respondió el amigo— espero haber tomado la decisión correcta.
—Lo fue, era imposible…
—Sí. Tienes razón. Nuestros objetivos eran demasiado distintos, caminos que no se cruzan. Sin embargo, creo que llegamos a querernos. Y duele.
—Oh, vamos. Aún eres un jovenzuelo —dijo en broma el amigo— esa herida sanará. Hey ¿Ya has decidido qué poner sobre tu escudo? Creo que con lo que hemos vivido aquí ya podrías dibujar algo. ¿Un hacha destrozada, vencedor de Alcico? ¿Quizá unos árboles de plata, como los del escudo de Calidia, para recordar tu servicio aquí? ¿El Obelisco, heredero de Argos? ¿Qué dices?
—No, Ulf. Aún es pronto para elegir emblema. Además, ninguna de esas gestas me pertenece. A Alcico lo mató Clara. Casiano y tú vencieron a sus hombres. Yo sostuve la lucha en los bosques, pero terminé cayendo en una emboscada desastrosa. Definitivamente, por ahora mi escudo se queda tal cual está. Pero por poco tiempo Ulf: algo me dice que en Sarpes, y con este lord German, encontraremos la misión que buscamos.
—Y yo estaré allí para cantarla.
Delante de ambos jinetes se extendían ya las Llanuras Doradas. El frío sol de invierno las tenía envueltas en escarcha a esa hora de la mañana, y una brisa helada sacudía sus pastos. Para entrar en calor, e impulsados por el deseo de aventura, no fue necesario decirse nada más: una mirada bastó, y ambos picaron espuelas y se adentraron al galope, con la vista fija en el norte.

Continuará...


Comentarios

  1. Creo que has dado en el clavo en varias cosas, Ailann, y me alegro. Sí, efectivamente, Clara actuó al final como lo hizo por Edward, y no tanto por sentido de justicia. Sin embargo, Edward no deja de tener algo de razón: es ese sentido de justicia, esa esperanza, lo que ella admira en él. Y la libertad que siente al final es porque ha sido liberada, no de las celdas de Calidia, sino de su propia venganza. Sin embargo, como se dieron las cosas, estos dos simplemente no podían continuar por el mismo camino. Quedaron cosas por decirse... probablemente. Pero creo que al final, no podía ser de otra manera.
    Gracias por leer esta historia! Con el tiempo, habrá más.

    ResponderBorrar
  2. Una esplendida historia, aunque no del toda finalizada...
    Esperaba la aparición de Edward como paladín del emperador, y espero encontrar aquello más adelante.
    Las ilustraciones (dibujos) en toda la historia, me dejaron sorprendido, sobre todo donde se representa a Clara alimentando al caballero maltratado. Espero que pronto nos enteremos de las nuevas aventuras que acompañarán a Edward, y no es necesario mencionar que no siempre estará Ulf allí para socorrerlo...

    Benjamín, espero que tu imaginación nunca llegue a su fin y que nunca dejes tus escrituras. Espero que, del mismo puño por el cuál fueron creadas tales historias, nazcan centenares, y si puedes, aún más. Aquí te estaremos acompañando siempre. Saludos y buena suerte.

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas populares