Día de caza
B rillaba el sol sobre la frontera. No hace mucho había amanecido y sus rayos no terminaban aún de disolver el rocío sobre los largos pastizales, que doraban ya en los inicios del verano. Era una mañana deliciosa. El viento acariciaba sus rostros y jugueteaba con los cabellos de Aelis, que parecían aprisionar por momentos la luz del alba. Betrand la miró, pensando para sus adentros que toda la belleza de esos campos no era nada en comparación con la de ella. Aelis vio la sonrisa dibujarse en Bertrand e intuyó por su mirada por dónde iban sus pensamientos. Y a pesar de estar segura de conocer la respuesta, lo interrogó con conquetería: las evasivas del joven escudero fueron la causa de que al trinar de las aves se uniera la voz de sus risas. Cabalgaron un buen trecho, sin distanciarse demasiado del río. Estaban en tierras de los bárbaros varnos, quienes mostraban una hostilidad creciente hacia todos los que venían del otro lado del río. Bertrand había recorrido esos parajes muchas ve