La inspiración de las montañas



La semana pasada tuve la dicha de pasar unos días en las montañas. Me fui a perder allá, mientras otros esquían, esencialmente para avanzar en la redacción de mi tesis. Así es: la foto con la que comienzan estas líneas soy yo escribiendo, pero no ficción, lo siento. 
Sin embargo, aunque mi tiempo lo dediqué en parte a los cantares de gesta que son el objeto de mi estudio, el ambiente evocaba para mí fuertemente los albores de mi propia gesta, Crónicas de una espada.
Hace más de 20 años que no estaba por allí. No lo he dicho todavía, pero el lugar de mi retiro erudito fueron los Alpes. Una enorme suerte que no pensaba tener. Estuve del costado francés, en un pequeño villorrio de nombre Chalmieu. Pero hace veinte años estuve en estas mismas montañas, imberbe aún, por el lado italiano de Val d'Aosta. Con mi familia —vivíamos entonces en Italia— subimos el valle hacia el Mont Blanc y de ahí pasamos a Chamonix. 
¿Por qué les cuento todo esto? Porque fue entre esas estribaciones que nación Gáradras, la Corona de las Montañas, la Ciudad de Oro. 

Corría el año 2003, si no me acuerdo mal. Yo tenía trece o catorce años como mucho. Las elevaciones de los Alpes me recordaban aquellas más familiares de la Cordillera de los Andes, en Chile, mi país natal. Pero lo que entonces más llamó mi atención en esos valles fueron los castillos: construidos en las cimas de escarpados peñones, como labrados desde la roca viva, aquellas fortalezas desplegaban una impresionante belleza, ostentando todo el aparato de los ricos y potentes señores de antaño. La visita de esas plazas fuertes quedó grabada para siempre en mi retina.

Por entonces no había aún nacido la historia que estructura mis novelas. Estábamos en una suerte de "prehistoria" narrativa: el universo estaba naciendo, yo había ensayado algún pasaje, pero el verdadero relato no comenzaría su camino al papel sino hasta algunos años después, de vuelta en Chile. 

La ciudad de Gáradras estuvo presente desde los primeros borradores. La primera idea fue la de un asentamiento sobre los árboles, una red intrincada de puentes y pasarelas que hubiera dado nacimiento a una villa suspendida a media altura en el bosque. Pero rápidamente deseché esa idea, quizás demasiado influida por las novelas de Dragonlance que acababa de terminar. Y el lugar de la Gáradras arbórea fue tomado por la Gáradras de piedra, por la Gáradras que nace desde el peñón desnudo de una montaña, en el corazón de la Cordillera del Norte. No era solo un castillo, sino toda una ciudad que florecía sobre aquellas alturas, con sus agujas y cúpulas de oro brillando al sol y el justo título de Corona de las Montañas. Para los que conocen Crónicas de una espada, les resultará familiar el dibujo de la portada del segundo Canto, donde la protagonista es justamente esa ciudad: 

Los años pasaron, y los libros se sucedieron. Gáradras adquirió un papel de primer orden en la historia, y de hecho todo el segundo Canto le está dedicado. Y aunque la ciudad no existe y yo nunca he vuelto a pisar el Val d'Aosta de donde vino su inspiración, no dejé de toparme con escenarios que la evocaban.
Uno de aquellos lugares está en Chile, en el parque natural las 7 tazas. Al final del valle, atravesando El Bolsón (que para mí era también una alusión al Hobbit), se yergue el Colmillo del Diablo, elevación que me recuerda siempre la columna de piedra que es la base de Gáradras:

Y así llegamos también a la semana pasada: porque tomándome un descanso de mi encierro, decidí salir a caminar una vez que la nieve dejó de caer. El día era maravilloso, y nada más empezar una breve ascensión, que me llevaría a un promontorio desde el que mirar el valle, vi delante de mí las Aiguilles d'Arves (Las Agujas de Arves):



 
Inmediatamente, Gáradras volvió a mi memoria. Ahí estaba la columna de roca rayando el cielo, sobre la que podía ser esculpida la ciudad. La flanqueaban dos otras puntas, que me recordaban la posición de la ciudad, a la que se accede por un largo puente. Solo faltaban algunas modificaciones de contexto para hacer visible a la Ciudad de Oro. Así que, a la vuelta de mi estadía en los Alpes, me decidí a tomar las fotos tomadas y volver a esbozar la ciudad. He aquí el resultado de ese ejercicio: 


¡Espero hayas disfrutado este recorrido tanto como yo! Y no olvides que este es el modo en que yo imagino la ciudad. Tú no estás obligado a compartir la misma visión, basta que la tuya respete lo esencial de la descripción de la novela: 

"Ya al amanecer, Galván ascendía por un estrecho camino de montaña, al borde de un desfiladero desde el que se veía el escabroso curso del De Laid, por el flanco rocoso de un picacho. Al dar la vuelta en un recodo, se manifestó ante él toda la magnificencia de su amada ciudad, Gáradras: suspendida sobre una escarpada prominencia, que parecía emerger con ímpetu desde la tierra, sus murallas daban la impresión de nacer de la antigua roca y elevarse blancas e imponentes cual corona real sobre la milenaria cumbre de piedra. Dentro de ellas, la ciudad brotaba en un sinfín de finas torres y gruesos torreones, doradas cúpulas y edificios. Sobre el punto más alto de la nevada peña emergía del suelo, como esculpida en la roca, una fortaleza sin igual, con cuatro torreones y una maciza torre de rebordes dorados. Las broncíneas puertas de la ciudad se abrían de par en par en aquel preciso instante, envueltas por el resonante son de un cuerno.

Desde ellas se extendía, como una pétrea lengua, un puente adornado con mármoles y apoyado sobre descomunales columnas que descendían en la profundidad del cañón que separaba la peña en la que se situaba la ciudad del resto de los montes. De hecho, la aguda prominencia se alzaba como una columna natural desde un profundo valle que tenía por sólidas murallas las laderas de las montañas. Por una de ellas, ubicada en la cordillera detrás de la ciudad, cual telón de fondo, caían estrepitosamente grandes cataratas que saltaban entre las rocas y se abismaban en el valle, donde se unían al curso del De Laid. El conjunto de las aguas cayendo pare- cía un enorme árbol de fino tronco e innumerables ramas que se abrían en un abanico cada vez más amplio mientras se acercaban a las cumbres.

Como si aquella vista no fuera aún suficiente, el sol despuntaba en ese momento por detrás de las montañas del este y tocaba con suavidad los tejados de la ciudad y, conforme adquiría fuerza y alcanzaba cada rincón de Gáradras, su luz se veía reflejada en las áureas cúpulas y agujas de las torres, envolviendo todo en un mágico halo de oro."










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