Orencio y Eloísa II

 



Parte II: Enfermedad y consuelo.

Orencio avanzaba con paso regular siguiendo su recorrido por las almenas, linterna en mano para alumbrarse el camino.


Llovía. Un viento helado y penetrante azotaba los rostros de los centinelas, arrebujados en sus capas azules y apoyados sobre sus lanzas. La oscuridad era rasgada apenas, aquí y allá, por los fuegos y los braseros encendidos en cada torreón, marcando así la línea de las murallas. Orencio avanzaba con paso regular siguiendo su recorrido por las almenas, linterna en mano para alumbrarse el camino. Aunque era poco lo que podía ver, oteaba hacia las oscuridades fuera de la ciudad, por si percibía algún ruido extraño, algún sospechoso movimiento enemigo.
Aunque sabía que era inútil. Nadie en su sano juicio comenzaría un ataque por la noche y con ese aguacero. Aunque nunca había hablado con ninguno de los hombres que cercaban su ciudad, por la forzada vecindad el soldado creía que ya los conocía. Esta sería una noche tranquila. Y no había nada que deseara más en aquel momento: había tanto en lo que quería pensar, y la penumbra se lo facilitaba, benigna.
Lo que no era nada benigno era esa lluvia que se le colaba por entre las cotas de malla, y el frío punzante con que se le clavaban las gotas. Templó su irritación pensando que esas rondas nocturnas eran el precio de tener franco cada dos o tres días, para pasar uno con Eloísa. Claro que guardia de noche no tendría por qué haber sido igual a guardia bajo ese clima, pero qué más daba: es lo que le había tocado.
Aún revoloteaba en su cabeza el último encuentro, hace cinco días ya, y esa declaración suya, medio velada y medio explícita. Abelardo —ese duro alabardero que era el padre de su amada— seguro que estaba enterado de todo el asunto, pues no se decidía entre tratar con dureza al pretendiente de su niña o en cambio a recibir con alegría a quien quería como a un hijo. Posiblemente no terminaría de tomar partido por una u otra actitud hasta que él, Orencio, no se resolviera de una vez a plantearle la cuestión.
Un estornudo interrumpió sus pensamientos. Se limpió la nariz con la manga de su sobreveste y la cota de malla bajo ella le raspó, molesta. ¡Ah, las armas! Nada podía ser sencillo, parece. Ni siquiera limpiarse la nariz. Un escalofrío le recorrió seguido por un nuevo estornudo. Maldición.
La luz de una linterna se le presentaba por su camino, en dirección contraria. Cuando estuvo lo suficientemente cerca vio recortarse una figura entre la lluvia, cargando a plomo su lanza, que refulgía a la luz del fuego.
—Saludos, Orencio —le dijo el compañero— sin novedad.
—Saludos, Ribaldo, sin novedad por aquí también.
—¿Qué dices? —le dijo en tono risueño— ¿tendremos algo que reportar al final de esta noche, más que la lluvia?
—Pues —contestó, limpiándose de nuevo la nariz— me parece a mí que, además de que esto es bueno para las reservas de agua dulce, no sacaremos más de esta noche que un buen resfriado.
—Bah, no seas tan pesimista. Las enfermedades no se cogen así de fácil. Nos vemos, Orencio.
—Hasta luego, Ribaldo.
Cada cual siguió su camino por las almenas. Orencio seguía pensando en su dilema con Eloísa. Le parecía que ella tenía razón ¿hasta cuándo habría de esperar? Pero por otro lado ¿no era un poco una locura, o una bofetada para con todos los que sufrían el martillo de la guerra, el que ellos dos simplemente se casaran y fueran, a su modo, felices? 
Pasó el tiempo y empezó a sentir que la cabeza le daba vueltas. Quizá debía pensar en otra cosa, mañana sería un mejor momento para decisiones. Dirigió de nuevo la mirada hacia la oscuridad del campamento enemigo, y le pareció que su vista se empañaba. Un nuevo escalofrío y un estornudo, aún más fuerte, que le provocó un dolor sobre la sien. Se apoyó en la muralla, sintiéndose mal. Seguía lloviendo, y sus cabellos goteaban empapados, igual que la capa, que ya no le servía de nada. Tiritando, hizo esfuerzos por mantenerse firme. Volviéndose, la luz de su linterna le permitía ver tras él la enseña de Siar: un gran lobo de plata sobre un fondo azul. Siar: ciudad que no tiene igual. Estaba dispuesto a verter su sangre toda por defender esa bandera. Muchas veces había arriesgado la vida sobre esos muros, y con valentía y ardor juvenil había plantado cara a enemigos que nunca más volvieron a levantarse tras encontrarle allí a él, Orencio, defensor de Siar. ¿Y es que no plantaría cara a un poco de lluvia? Ribaldo tenía razón.
Pero Ribaldo se equivocó. A la mañana siguiente, después de entregar la guardia, Orencio no fue al palacio de los Guarlion, ni golpeó por detrás la ventana de Eloísa. Rindió su informe al capitán William y se fue a los barracones a dormir, exhausto. Volaba en fiebre.

—Isa.
La mujer se volvió al reconocer el timbre de la voz: un tono que no auguraba buenas nuevas. En el marco de la puerta se recortaba la figura de su padre, su sombra proyectada hacia adelante por la luz de la mañana, y el rostro serio medio oculto por la penumbra de la habitación. La preocupación debió reflejarse en los ojos de la joven, pues sin mediar más palabras, Abelardo contestó a su mirada:
—Es Orencio. No se encuentra bien. Creo que tienes que venir. 
Salieron de la mansión de los Guarlion; era temprano y una brisa fría subía desde el mar. Subieron por la calle empedrada que antaño a esa hora hubiese estado ya inundada por el olor del pan recién horneado, pero que con la escasez de reservas de trigo hoy se presentaba vacía. Cuando llegaron a la puerta del castillo y hubieron dejado atrás al par de guardias que se calentaban junto al brasero, se dirigieron con paso presuroso a los barracones de los soldados, una construcción aneja a la muralla interior.
Orencio estaba tendido sobre un montón de paja, gimiendo en sueños, pálido y sudoroso. Eloísa sintió que el corazón le daba un vuelco y se llevó la mano al pecho. Su padre la miró con tristeza y luego, vuelto hacia el joven soldado, dijo:
—Pasó una noche dura. Al entregar la guardia esta madrugada se sentía ya mal. Cuando vino aquí para quitarse la cota de mallas antes de ir a buscar su ración, se desvaneció. Con Baldo lo tendimos y tratamos de abrigarlo lo mejor que supimos, no deja de temblar. Baldo fue a buscar a la curandera, que debe estar por llegar. Todos aquí creímos que debías saberlo.
Eloísa miró hacia alrededor y vio cuatro o cinco rostros preocupados sobre ella, compañeros de armas de Orencio. Se arrodilló junto al enfermo para tocarle la frente, sin saber qué hacer.
—Su frente hierve —dijo— pero sus manos están heladas. Ribaldo: dame aquí tu capa ¿es la que está allí, calentándose junto al fuego, cierto?
—Sí —respondió el aludido —estaba húmeda por la lluvia de anoche…
—Por eso lo digo, tráela acá y pon a secar esta —interrumpió Eloísa, quitando la que cubría a Orencio— está empapada.
El aludido no se hizo esperar. Eloísa, con delicadeza, arropó al enfermo con la capa seca y entregó la mojada al soldado. 
—¿Estabas tú también de guardia, Ribaldo? ¿Cómo te sientes? —preguntó de pronto la doncella, mientras acariciaba distraída la cabellera del jinete.
—¿Yo? Bien, como de costumbre —y dado que comenzaba a imponerse un silencio incómodo, agregó, bajo: —aunque ya quisiera cambiar lugar con el pobre Orencio.
Ribaldo era hombre de hablar precipitado. En la guarnición, todos tenían en gran estima a Orencio, siempre el primero en la línea, y el primero en compartir todas las penurias y alegrías con sus camaradas. Había querido decir Ribaldo que esta vez hubiese preferido que el bravo jinete no fuese el primero en probar la enfermedad, que hubiese con gusto tomado él su lugar para evitarle el sufrimiento. Pero lo que se entendió, en cambio, fue que hubiese preferido estar en el lecho recibiendo los cuidados de la bella Eloísa. Ciertamente, no fue ella la primera en pensar así, pero las risitas contenidas de los soldados y los codazos que recibió Ribaldo le sugirieron esta interpretación de inmediato. El indiscreto fue al instante fulminado por los ojos de la mujer.
—¡Abran sitio!
Era la voz de Baldo, que interrumpía el momento desde afuera, guiando a Hilda, la curandera. Con ella venían también el castellano, Hugo, y Águeda, su mujer. Hicieron sitio para los cuatro. Hugo era viejo amigo de Abelardo, y se encargaba de la servidumbre del castillo rindiendo cuentas directas a los señores de Siar sobre la administración de la fortaleza. Por ello, cuando supo por Abelardo lo sucedido y mandó a buscar una curandera, fue la rolliza Hilda, quien más sabía de todo tipo de medicinas en la ciudad, la que acudió personalmente al llamado.
Luego de examinarlo un momento, la curandera sentenció:
—No es tan grave, sanará —un suspiro de alivio recorrió a los presentes, y una sonrisa iluminó el rostro de Eloísa— pero necesita reposo, y este no es lugar para enfermos. Además, sus ropas están húmedas. ¿Cómo se les ocurre ponerlo tan lejos del fuego?
—Pero Hilda…
—No me contestes, Ribaldo, pues ya sé la respuesta. ¿Qué saben los soldados sobre sanar? Se dedican precisamente a lo contrario. Si quieren que Orencio viva, ayúdenme a llevarlo a la enfermería, ahí yo misma vigilaré su estado con mis curanderas.
Con la ayuda de su padre, del castellano, de Baldo y de Ribaldo, trasladaron al convaleciente a la enfermería, al otro lado del castillo. Era una sala amplia y larga, calentada por varias chimeneas y con el piso cubierto de paja. Varios colchones desplegados sobre el suelo llenaban el lugar de enfermos o heridos, y de sus gemidos. Las curanderas, pocas para el trabajo que tenían, iban de aquí para allá con palanganas de agua o botes de medicina. En ese momento, un herido se quejaba mientras le aplicaban una sangría.
Eloísa se quedó junto a Orencio mientras los demás se retiraban, sentada en la paja junto a él. Deliraba en un sueño agitado. “No te preocupes” le había confortado Hilda “ya te he dicho que sanará, puedes estar tranquila”. Y, sin embargo, no lo estaba, como si algo dentro de ella le dijese que el joven no volvería a ver la salud. Quería quedarse ahí, junto a él, despertase o no. 
Águeda, siempre perspicaz, había entendido perfectamente el humor de la joven y mientras los demás se marchaban cada uno a sus quehaceres con unas palabras de consuelo para Eloísa, ella se quedó ahí.
—Es un gran hombre, Orencio, y es muy afortunado de tenerte aquí, Isa.
La chica se volvió un instante, sus ojos estaban brillosos.
—Oh, mi niña, no te pongas así. Es un hombre fuerte, y tú eres también una mujer fuerte ¿no te conozco yo desde que eras pequeña, querida? —le dijo, mientras acariciaba su rostro.
Eloísa inspiró profundo, conteniéndose.
—Supongo que tienes razón —dijo— pero es que verlo así: mira cómo sufre, algo le tortura en sus sueños…
Águeda tomó la mano de Eloísa, y la puso sobre la mano de Orencio, sin dejar de mirar a la chica. 
—Es solo un mal sueño, Isa, y los malos sueños pasan con el despertar. Las pesadillas sólo son insoportables cuando la vigilia es peor que la noche. Pero Orencio sanará, y te tendrá de nuevo a ti. Dime ¿ya solucionaron su discusión del otro día? ¿Te entregó él las flores?
—Pues… sí —contestó desconcertada— es decir, a medias: me entregó las flores y zanjamos la discusión, pero no diría yo que esté solucionado el que…
—Dale tiempo, Isa. Suele pasar que las mujeres estamos decididas antes que los hombres en estas materias.
Eloísa esbozó una media sonrisa y desvió su mirada de nuevo al convaleciente.
—Supongo que tienes razón, Águeda. La verdad, creo que desde niña sabía que acabaría junto a Orencio, cuando él solo estaba preocupado de juegos y cazar bichos en el monte…
—¡Ah! ¿Es que serán todos los hombres iguales? Mi Hugo también pasó por esa fase. Adoraba la cacería en el bosque, y desde niño que acompañaba a sir Theodore, con el cuerno y con los perros. Y cada tarde, yo y mi madre recibíamos en las cocinas del castillo las piezas abatidas ese día. Ni aún hoy sabe desde hace cuánto tiempo que me había fijado yo en él.
Eloísa no pudo menos que sonreír mientras estrechaba la mano fuerte de Orencio. La agitación de su sueño pasó. Un gemido largo fue seguido por una respiración regular.
—Mira, parece que ya va mejor ¿le habrá aliviado el oír que estás dispuesta a esperar? —preguntó la mujer guiñándole un ojo. 
Ahora rio de buena gana, y las notas de su voz rompieron de algún modo el desconcierto de gemidos de la sala, como una corriente de agua clara que irrumpe a través de la ciénaga. 
—Aún no he dicho que esté dispuesta a esperar tanto—bromeó— se necesitará algo más que una enfermedad para quitarme de encima. ¿Me oyes Ore? —añadió acariciando la mano que tenía entre las suyas— tienes que despertar y reponerte, para que volvamos a pasear por el puerto, y por la rambla de los castaños arriba y abajo. Quizá incluso y se te ocurra de nuevo regalarme unas bonitas flores.
—Oh, querida —intervino Águeda también en son de chanza— lamento informarte que lo de las flores no fue del todo idea de este osado soldado.
—Me imaginé que tenías parte en esto —y luego de un segundo agregó:— ¿por qué las flores, Águeda? ¿Digo, por qué las sigues cultivando? Tu puesto no está cerca del castillo, y tienes que hacer todos los días una caminata de ida y vuelta hasta el puerto. Antes se entendía: Hugo tenía y tiene mucho que hacer como castellano, tus hijas se encargan de las cocinas y tú conseguías algún ingreso extra vendiendo a los que bajaban de las naves. Pero ya no hay puerto, solo un fantasma de lo que era. Y las flores no nos sirven de defensa o de alimento, y solo algunas pocas son medicinales.
—Precisamente por eso, Eloísa. Porque las flores son inútiles para la aspereza de la guerra, por eso es que son ahora más necesarias que nunca. ¿Qué sería de nosotros sin la belleza de esas plantas? ¿O sin las notas y cantos que alegran el ambiente cada tarde, en pórticos y tabernas? El derramamiento de sangre, el hambre, la pobreza y las enfermedades son lo suficientemente duros como para quebrarnos a todos. No podemos permitir que nuestro ánimo adquiera esa dureza también, o terminaremos odiándonos unos a otros. Quizá no sea mucho, pero unos pétalos y su fragancia pueden alegrar un rincón de una casa, y cuando sus habitantes vuelven a ella cansados, pueden tener al menos un consuelo en medio de las penurias. Además, la guerra pasará un día, y no podemos permitir que al acabar se haya llevado también nuestras alegrías.
—Porque hay más que polvo y muerte en el mundo —musitó Eloísa, para sí. Y en voz alta le dijo:— creo que tienes razón, Águeda. Y de algún modo, me parece que ya lo sabía. Algo parecido conversamos el otro día con Ore, mirando el mar y sus olas. Es una suerte que no nos hayan quitado eso: da mucha paz perderse con la vista entre las aguas. Pero creo que para el pobre Orencio eso no es suficiente para calmarle: nada será suficiente hasta que la guerra termine.
Al decir esto retiró su mano, que aún estaba sobre la de Orencio. El enfermo hizo un movimiento como si hubiese sentido ese apartarse de ella. Águeda lo notó y aprovechó el gesto para consolarla:
—¿Viste eso, Isa? ¿No es evidente que te ama, mi niña? No debieras preocuparte por su salud: él volverá a ti. De lo que sí debieras preocuparte es de volver pronto a la casa Guarlion. Tu señora, Eleanor, te echará en falta pronto.
—Pero no quiero apartarme de él… Hilda está demasiado ocupada para atenderlo siempre.
—Vuelve por la tarde, si quieres. Yo me encargo ahora, mantendré un ojo sobre él. De todos modos, no creo que vendería muchas flores hoy, y hace demasiado frío allá afuera para mis huesos viejos: no pienso hacer el camino de aquí hasta la muralla del puerto.
—Gracias Águeda. No sé qué decir.
—Pues no digas nada, mi niña, simplemente vuelve a la casa de tu señora y piensa en una excusa seria. Sabes que doña Eleanor no es muy amiga de amoríos juveniles.

Pasó ese día, claro y frío después de la lluvia nocturna. El viento siguió soplando toda la tarde, agitando las banderas del castillo. Hacia el atardecer, los cuidados de las curanderas comenzaron a cosechar frutos, y Orencio despertó. Eloísa estaba ahí para darle la bienvenida, y no hubo palabras suficientes para el gozo de ambos. Sin embargo, la fiebre aún no remitía cuando, tarde ya, Eloísa le dejó para que descansara. Un firmamento estrellado reemplazó a la luz del sol y uno y otra se durmieron pensando en su amor.

Bajo el manto de las estrellas, la ciudad dormía. Pero no todo era calma bajo ese cielo, ni en el descampado hacia el Bosque Grande, por el sur. Desde lejos, delatado por la luz celeste, los centinelas descubrieron una figura que se acercaba, con paso rápido y, de algún modo difícil de definir, también inseguro. La vigilancia enemiga era menor por ese costado, estando el grueso de las tropas y el campamento por el lado noreste, donde la colina en que se levantaba la ciudad era menos escarpada. Aquí, en cambio, no había camino entre los muros y el llano, y había que abrirse paso zigzagueando cuesta arriba en fatigoso ascenso. 
Sin embargo, el hombre venía con las manos en alto, con gesto suplicante. Los soldados, desconcertados, dieron aviso al palacio del gobernador. La noche estaba muy avanzada cuando el fugitivo fue recibido por la autoridad. El anciano señor se alegró de verle y si no le abrazó, fue solo por protocolo. Conocía a ese juglar desde hace años, antes de la guerra, cuando había alegrado las veladas de invierno en el castillo del duque de Vaneja, donde él cortejaba a su primer amor. Claro que entonces Róberick no era más que un aprendiz de juglar, pero ¿no habían sido sus palabras y consejos los que le habían abierto el camino al corazón de su dama? Ciertamente el viejo gobernador se acordaba del artista, y le parecía una aparición de días mejores. No puso ningún reparo a su súplica de quedarse en la ciudad, pese a que su rostro angustiado y su nerviosismo mal disimulado debieron haberle hecho sospechar.
Y mientras Róberick de Angrados entraba en Siar con la venia del señor de la ciudad, otra sombra se colaba en ella, aprovechando que los guardias se concentraban en todo lo que estaba ocurriendo en la muralla del sur.


Ir al capítulo anterior.

Volver al índice. 





Comentarios

  1. Gracias! Mucho me alegran comentarios como este, y me ayudan a seguir adelante contando historias. Sigue disfrutando que no hay oscuridad en que no pueda brillar un poco de belleza!

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas populares