Orencio y Eloísa III

 


Parte III: Las flores del héroe






Un nuevo día amaneció radiante. Orencio había alcanzado una situación estable, pero aún afiebrada: su calentura no se agravaba, pero tampoco remitía. El joven sentía que sus fuerzas le dejaban paulatinamente. Llamó a Ribaldo para que le trajera espada y armadura, decidido pese a todo a levantarse y cumplir con su deber. Sin embargo, fue Julián, el hijo de los Guarlion y joven soldado por necesidad en las murallas del castillo, quien le trajo sus armas. Orencio conocía a Julián y a otros jóvenes de su edad —poco más que unos niños— desde hace años. Él mismo les había enseñado a cabalgar en los tiempos de la paz y le tenía especial cariño a él y a uno de sus amigos, Damián: este último, pobre, era huérfano, aunque su padre era considerado como un héroe, por haber marchado voluntario con algunos de los mejores hombres en la columna que apoyó al emperador y que nunca volvió, truncada su vida en el Desastre de los Campos Brunos. Desde entonces, Damián estaba al cuidado del capitán William y, de algún modo, también bajo su propia tutela, como si fuese un hermano menor. Por eso, cuando Julián le trajo sus armas y armadura, le preguntó con una sonrisa:
—¿Qué hay, Julián? Gracias por traérmelas. ¿Qué es de Damián? ¿Todo bien?
—Pues no le he visto aún —respondió el chico— pero le veré pronto: como tú estás aquí, me han asignado de guardia con él. ¿Qué tal te sientes?
—Muy bien —mintió el soldado, aunque sus ojos afiebrados le delataban— es por eso que he pedido mis armas a Ribaldo, creo que me levantaré.
Y dicho esto, hizo un esfuerzo por incorporarse; pero los brazos, en los que se apoyaba, le flaquearon y se vio obligado a tumbarse de golpe en el colchón, con el techo dándole vueltas.
—No vas a ningún lado —le regañó Hilda— estás muy débil aún. Dejad esas armas ahí, a un costado, mi señor —añadió dirigiéndose al hijo de lord Edwin— no creo que sea capaz de usarlas todavía. Y por favor, retiraos, Orencio debe descansar.
—Está bien, Hilda, como digas —respondió Julián, pero antes de retirarse se volvió para ver a Orencio y decirle: —mañana comenzaré ronda con Damián. Si estás mejor, vendremos a verte. ¡Recupérate!

Aquella noche el sueño del anciano gobernador volvió a ser interrumpido, cercano ya al alba. Como era habitual desde hace ya meses, al despertar siguió la jaqueca, y mientras se vestía ordenó a uno de los pajes que le preparasen una infusión caliente. Con un paso que denotaba el peso de sus años, salió de su alcoba al tiempo que se colgaba sobre el cuello el medallón de la ciudad. Uno de sus servidores le entregó su recto bastón, rematado con un pomo de plata, y le acompañó hacia el salón de las audiencias. Justo antes de entrar, se enderezó lo mejor que pudo mientras le ceñían la fina corona plateada, con forma de hojas de encina trenzadas, de los gobernadores de Siar. Por la ventana se colaba todavía la luz de la luna. Suspiró molesto y entró. Junto al trono, estaba su infusión. Se sentó dignamente y gustó su sabor: al menos podía calmar algo el dolor de cabeza.
—Bien, haced pasad a esta urgente visita, que no se recata en perturbar el sueño de un anciano.
Lo que entonces la voz del heraldo anunció fue tan claro, que en un principio no pudo creerlo:
—Su Excelencia, se presentan ante vos Débora y Delia de Anfálsor, en nombre de Gáradras, la Corona de las Montañas y Ciudad de Oro.
Y sin mediar más tiempo, las palabras fueron corroboradas por la entrada de dos damas, vestidas con capas de viaje y de porte digno. Hicieron una perfecta reverencia y declararon, mostrando una carta sellada, traer una petición urgente e importante de su ciudad. Cuando el gobernador no terminaba de salir de su estupor, añadieron tener también otras importantes informaciones, obtenidas a lo largo de su viaje, que serían vitales para la sobrevivencia de la ciudad. Y con esta última palabra zumbándole en los oídos, el dirigente acabó de leer la misiva de su par del norte, en la que lord Bernard se dignaba pedirle refuerzos y ayuda inmediata.

Casi al mismo tiempo, la servidumbre encendía velas y candelabros en la casa Guarlion, preparando el despertar de los señores. Eloísa, que era criada de Eleanor, conversaba en la penumbra y a baja voz con Laura, ambas en el vestidor de la esposa de lord Edwin, iniciando distraídamente sus tareas matutinas.
—¿Qué tal sigue Orencio, Eloísa? Supe que ayer volviste a pasar por la enfermería del castillo.
—¿Ah, sí? ¿Y quién te lo ha contado esta vez? No lo estarás difundiendo por ahí ¿cierto? La señora no ve con muy buenos ojos estas idas y venidas.
—Pues, me lo ha dicho Tubaldo. Para ir al castillo pasas por delante del palacio del gobernador y bueno… sabes que siempre está mirando quién pasa y quién no pasa. Y si ibas al castillo ¿a qué más hubieras ido, si no es por Orencio?
—Uf. Pues podría perfectamente haber ido a hablar con mi padre, o a dar un recado a Hugo el castellano, o simplemente a charlar con Águeda o a cualquier cosa. Todo confluye en el castillo estos días ¿no? Estamos en un asedio… —suspiró— Pero supongo que si Tub sacó la misma conclusión que tú, todo Siar debe estar enterado de mis paseos. Y eso incluye a doña Eleanor.
—Entonces… estabas con Orencio.
—Claro que estaba con Orencio. ¿A qué más iría al castillo…?
—Hace solo un segundo dijiste…
—Sí, sí, sé lo que dije, Laura. Es lo que mi cabeza quisiera decir —se ruborizó un poco en este punto—. Es lo que debiera decir, pero… pero no me muevo por la cabeza últimamente.
—Oh… ¡qué ternura, Isa! ¿El corazón, no? ¿Sientes que te late más fuerte? 
—¡Shh! ¡Baja la voz! Que despiertas a medio mundo.
—¡Pero si la que habla alto eres tú, ahora! —rio Laura— verdaderamente estás fuera de ti. Seguro no has dejado de pensar en él… seguro que estás pensando en él ahora mismo ¿cierto? 
Eloísa desvió la mirada, colorada al sentirse descubierta.
—Me lo imaginé —concluyó triunfante su amiga— y todos sabemos que Orencio está en la misma situación. Entonces ¿por qué ese esfuerzo en buscar excusas que oculten el motivo de tus visitas al castillo?
—Ay, Laura ¿podrás guardar un secreto?
—Amiga, seré una tumba.
—Es que Orencio… ha estado un poco indeciso ¿sabes? Nos llevamos muy bien y eso, pero es como si no se atreviera… no sé cómo explicarlo. Sabes que es un hombre decidido. Siempre lo ha sido: cuando de niño le dijeron que solo los nobles y caballeros podían ser jinetes, insistió e insistió hasta transformarse en el más diestro a lomos de un corcel. Si los bárbaros del Este pueden, decía, ¿por qué él no? Lo mismo ahora. Ve el peligro allá afuera y no soporta vernos a todos comiendo cada vez menos y muriendo cada vez más. Se ha transformado en uno de los defensores más bravos de la ciudad, él mismo capitanea a un grupo de soldados conocidos por su osadía. Pero mientras la ciudad siga corriendo peligro, la idea de… de pedir mi mano… le parece irrealizable.
—Porque cree que no podrá darte lo que le gustaría darte: una vida feliz. No quiere comenzar algo que no se ve capaz de garantizar.
—Exacto. ¿Ves? Pero así se nos va a ir toda la vida. Y puede que yo, últimamente, lo haya empujado un poco ¿sabes? Porque parecía que no daría un paso sino hasta asegurarse de que la ciudad esté completamente a salvo. Y eso no está cerca de ocurrir. Pero ahora lo veo, enfermo, y me pregunto si no se habrá puesto malo por culpa mía; ya sabes que hay enfermedades del ánimo…
—¡Eloísa! No digas tonterías. Lo que Orencio tiene es fiebre, y nada más. Estuvo toda una noche bajo la lluvia y el frío: eso es lo que lo puso malo.
—Pero, cuando deliraba… yo estaba ahí Laura, y lo oí, bajo, de modo que tenía que poner mi oído junto a su boca, pero claro: en sus sueños más agitados decía mi nombre, y se debatía entre el “ahora” y el “después”. También, a veces, se oía “Siar”.
—Bah, lo que tiene Orencio es que está loco perdido por ti. Y, además, es un genuino soldado, que se pasa los días y las noches arriesgándose por la ciudad. No es maravilla que eso es lo que le oyeras.
—Supongo que tienes razón —aceptó en un tono distraído— pero sigue sorprendiéndome que alguien tan osado en batalla no tenga un poco de audacia en… ya sabes.
Laura la miró, con una sonrisa bailándole en la comisura de los labios. Luego volvió la vista a su labor y soltó, como si se le escapara sin querer la sentencia:
—Quizá es porque tiene menos miedo a la muerte, del que tiene de herirte a ti.
Vino el silencio tras esa declaración, que había caído como levantando toda una polvareda de emociones y pensamientos en Eloísa. ¿Eso era? ¿Orencio tenía… miedo? ¿Por ella? Y no solo miedo: también dolor. ¡Cómo ardía su cabeza! Cuando estuvo con él por la tarde tenía que hacer esfuerzos para ocultar sus jaquecas. Y no podía quitarse de encima la idea de que en parte eso también era por ella. 
—Pobre Ore —se le escapó sin querer— si lo hubieses visto ayer, cómo sufría. Tiene duros dolores de cabeza, que Hilda trata de aplacar con paños fríos, pero no parecen suficientes.
—¿Dolores de cabeza? ¿Sabes que el gobernador suele tenerlos también?
—Laura, todo el mundo sabe de las jaquecas del gobernador. No es que haga gran cosa por ocultarlas. Pero eso no tiene ninguna relación con los dolores de Orencio.
—Sí, lo sé. Es que me acordé porque precisamente ayer por la tarde, cuando estuve con Tubaldo, me contó que había comprado unas nuevas hierbas para las infusiones de nuestro señor el gobernador. Al parecer tienen unas propiedades maravillosas, sanan todo tipo de dolencias. Pero no lo comentes por ahí, no debí hablar: Tub me dijo que quien se las vendió solo tenía unas pocas, y quiere dar una sorpresa a su señor. Nadie más en el palacio sabe de la compra.
—¿Dices que no lo sabe nadie más en el palacio? ¿No te parece extraño?
—Pues no, viniendo de Tubaldo. Ya sabes cómo es. Quizá el mismo vendedor, por hacerse el interesante, le dijo que no le descubriera, a cambio de garantizarle nuevas entregas. Sabes lo impresionable que es.
—Sí. Y también lo boca floja: mira que esto ya lo sabes tú, que solo pasabas por ahí. Pero aún me parece raro lo de este vendedor de hierbas o especias o lo que sea. ¿De dónde vino? ¿Y dónde consiguió su mercancía? No es que se pueda salir y entrar de la ciudad, como antaño.
—Pues, quizá solo no le hemos visto por aquí nosotras. Puede ser uno de esos peones del puerto, que suben poco a esta parte de la ciudad, y se la pasan matando el tiempo junto a la muralla, soñando con el regreso de los barcos, cuando están sobrios. El ocio los ha hecho gente extravagante que busca siempre algo nuevo que fermentar ¿y si uno de ellos descubrió así, por accidente, las propiedades de una planta común? Tubaldo me dijo que era un tipo moreno y bajo. No sé más. Pero ¿por qué de pronto estás interesada en ese detalle? ¿Crees que esa infusión de hierbas pueda servir para Ore?
—¿Qué? No, no. No creo que haya hierba, infusión o jarabe vegetal o animal con propiedades medicinales que Hilda no conozca. Me fío más de su arte que de un rumor de puerto. Pero ¿no te parece un poco extraña toda la historia?
Laura se encogió de hombros.
—Yo qué sé. También podría ser invención de Tubaldo para captar atención.
—Eso debe ser —concedió Eloísa— Lástima. Bien que nos vendría una pócima maravillosa en estos días. Pero me has dado una idea, Laura: algo debiese hacer yo para tratar de hacer sentir mejor a Orencio. No una medicina, algo que le alegre el corazón, que le diga que le entiendo, y que estoy lista para cuando él lo esté. Hace una semana Ore me regaló unas horlandias espléndidas, y elogió mucho su color. Creo que le animarían bastante. Laura: ¿me harías un favor? ¿Irías al puesto que Águeda tiene junto a la muralla del puerto y le pides unas de mi parte? ¿Y se las llevas a Orencio? Me gustaría que las vea hoy al despertar, cuando salga el sol.
—¡Estás loca! Orencio no necesita flores, te necesita a ti. Tú misma llévaselas.
—No puedo —se excusó con el color subiéndole de nuevo a las mejillas—Eleanor está por despertar, y debo prepararle el baño, ya llevamos más del tiempo habitual arreglando estos vestidos.
—Oh, no seas boba, yo me encargo de Eleanor. Tú ve, que ya te cubro yo.

A sus oídos llegaban, lejanos, los gemidos algo confusos de la sala. No sin cierto esfuerzo, entreabrió los ojos y parpadeó un par de veces a medida que la borrosa mañana se perfilaba lentamente bajo la influencia de la luz que se colaba por las estrechas ventanas. Se dio cuenta de inmediato que una silueta se recortaba sobre su rostro, y una sonrisa brillaba alegre. Con un gemido se llevó una mano a la cara para cubrirse del sol y abrió por completo los ojos.
—¡Eloísa! ¿Pero desde cuándo estás aquí? ¿No habrás pasado la noche en esta enfermería, o sí?
—¿Y qué importa eso, Ore? —contestó cariñosa— lo importante es que aquí me tienes. ¿Cómo te sientes hoy?
—Algo mejor, creo. Pero siempre estoy mejor por las mañanas. Ayúdame a sentarme.
Con algo de esfuerzo, el soldado se acomodó. Eloísa no paraba de sonreírle.
—¿Qué? ¿Qué ocurre? Conozco esa sonrisa, algo tramas…
—Oh, no es nada. Mira lo que te he traído: las podemos poner aquí, junto a la cabecera.
La chica le mostró entonces un manojo grande y oloroso de horlandias, que por algún motivo no había visto. Sus pétalos, anchos y alargados, despedían un aroma inconfundible y fresco.
—Son espléndidas, Eloísa —agradeció el enfermo, encantado con el gesto— no debiste…
—Shhh, no lo arruines con una excusa tonta. Los regalos no se hacen por deber.
Sus ojos se encontraron entonces, y cruzó una mirada de ternura entre ellos. Orencio le tomó las manos, entrelazadas aún con el ramo de flores. El perfume les inundó a ambos al mismo tiempo. Alrededor se oían los gemidos, las toces, el caminar apresurado de una curandera. Cuánto hubiesen deseado unos segundos a solas. Con una audacia repentina, el soldado atrajo hacia sí las manos de la doncella, de modo que al acercarse ella, sus rostros quedaron ocultos tras el ramo. Ambos sentían ahora la fragancia del otro, y sus labios se rozaron. Fue cosa de un instante. Un beso hurtado a las circunstancias y vuelta a separarse, a mirarse con complicidad por sobre el ramo. Ella se acomodó junto a él y se quedaron en silencio, tomados de las manos, durante unos momentos largos que fueron lo más parecido a la perdida paz.
—¿Sabes lo que me contó Águeda al entregarme este ramo, Ore?
—Isa, si es uno de esos chismes que corren…
—No, no. Es una historia: de las que te gustan a ti. ¿Sabes por qué se llaman horlandias?
—No.
—Es por sir Horland.
—¿El fundador de la ciudad?
—Sí. Horland conquistó toda la costa, cuando el Imperio estaba expandiéndose, y guerreando contra las bestias de antaño. Pero no creo que necesites que te recuerde sus gestas, esas las conoces.
—Más que conocerlas. Todos en el castillo admiramos a nuestro héroe y fundador ¿Quién ha sido grande como él?
—Y, sin embargo, quizá no sepas que cuando fue enterrado, sobre su tumba crecieron unas flores hermosas y azules, de fragancia reconfortante. 
—¿Las horlandias? ¿Se llaman así por él?
—Sí, eso me dijo Águeda. Y hay más: sir Horland murió en otoño, por eso florecen tan tarde en esta época. ¿Y el azul de nuestra bandera? Viene de aquí: por eso siempre se nos ha dicho que ese color es el del amor patrio, porque es el color que brotó del corazón heroico de nuestro primer defensor. Dicen que antes las horlandias siempre crecían en las tumbas de los héroes. Por eso los nobles las ponen en sus casas, creyendo que así aseguran un futuro glorioso. Es de buen augurio regalarlas ¿sabes? Águeda dice que vaticina un porvenir heroico. 
—Pues ahora me gustan más que antes.


Contenta, volvió a sus labores esperando que su ausencia no hubiese sido notada por la señora. Pero había pasado más tiempo del que pensaba y Eleanor no perdía detalle de lo que ocurría en su casa: a pesar de los esfuerzos de Laura, se ganó una reprimenda tras la cual fue enviada a fregar los pisos del salón de arriba. Castigo humillante, pues no estaban entre las labores de una criada diestra como ella ese tipo de trabajos físicos. Refunfuñando, se vio obligada a tomar el balde y a arrodillarse sobre el frío piso de piedra. El salón era amplio y le tomaría, calculaba, toda la tarde acabar. Comenzó junto a la chimenea, donde el hollín había dejado unas manchas que serían todo un desafío.
Mientras estaba en eso, no pudo evitar escuchar unas voces que venían desde el estudio de junto, pues la puerta que había en el mismo muro de la chimenea estaba entreabierta. Era la voz de su señor, lord Edwin, y el inconfundible tono grave del capitán William Paladais.
—¿Cuándo dices que podría ser el ataque? —preguntaba lord Edwin.
—Mañana por la mañana, de seguro. Si pudieran antes lo harían antes, pero no creo que se arriesguen hoy, ya ha pasado el mediodía. Aunque con lo que me acabas de contar, creo que el asalto ya no es la mayor preocupación. ¿Qué más dices que dijeron las mensajeras de Gáradras?
—El gobernador me ha dicho que en su camino desde las Montañas del Norte hasta acá pudieron constatar los movimientos del enemigo y recolectar variadas noticias. Todas inquietantes, me temo. Pareciera que la guerra en el frente del sur no le sonríe precisamente al príncipe, y los regimientos victoriosos se preparan para volver al norte. Débora y Delia creen que su principal objetivo es Gáradras, por sus recursos en oro: nuestra posición, aunque estratégica, ya no les preocupa tanto como antes, pues controlan toda la costa hacia el sur, y nosotros no tenemos flota que oponerles.
—Esas son malas noticias para Gáradras y para el Imperio, pero no necesariamente para Siar. Si baja el interés del enemigo sobre nosotros, puede que se levante el cerco y nos dejen en paz para no seguir perdiendo hombres en un objetivo innecesario.
—Sí, William. Pero también es probable que al menos intenten tomar la ciudad en un último ataque total. Hemos resistido mucho y eso no les gusta. Y ahora, según lo que han informado al gobernador, varias columnas se mueven hacia el norte, hacia aquí: antes de torcer su camino hacia Gáradras, seguro intentarán hacerse con Siar. ¿Crees que podamos resistir?
La voz del capitán se oyó luego de unos segundos, que a Eloísa se le hicieron eternos:
—A un ataque como el que planteas, con las fuerzas que tenemos y aún habiendo completado las fortificaciones que te pedí esta mañana… no lo creo. Pero lo que han visto mis muchachos hoy en las almenas es que el enemigo ha comenzado a organizar un asalto inminente. A las fuerzas que nos rodean sí que las podemos resistir, como hemos hecho constantemente. Dudo mucho que las columnas a las que se refieren Delia y Débora lleguen hasta aquí antes de que comience el ataque mañana por la mañana: aunque viniesen por mar, no hay manera de que el viaje sea tan rápido. Y si a las tropas del cerco se les ha ordenado atacar ya mismo significa que no esperan contar con los refuerzos de esas tropas que vienen desde el sur: y también quiere decir que a nuestros rivales de siempre los necesitan en otro lado. Yo creo que atacarán intentando conquistar la ciudad: y serán especialmente violentos. Pero si resistimos una vez más, tendrán que retirarse para unirse a la marcha de las demás columnas.
—Y se lanzarán en contra de Gáradras. Que nos ha pedido ayuda.
—Habrá que advertirles a los garadrinos de su situación, para que puedan prepararse. Es probable que el enemigo quiera hacer uso de la sorpresa para hacerles caer. Si los desenmascaramos a tiempo quizá sobrevivan, y podremos mantener comunicación entre ambas ciudades: ese frente común cambiaría los destinos de la guerra. Hasta ahora, nos han mantenido incomunicados. Mi consejo es que las mensajeras vuelvan lo antes posible a su ciudad, con nuestra respuesta y con toda la información que ya manejan. Y nosotros: a prepararnos para una lucha dura y que el Creador nos proteja.
—Hablas con razón, amigo mío. Veré que las damas tengan un alojamiento discreto y que se repongan del viaje, para que puedan reemprender su camino mañana o pasado: de ese modo podrán también dar la noticia de nuestra victoria… o derrota. Hablaré con el gobernador para redactar la carta de respuesta. Mantengamos esto en secreto, la población se puede alertar si se entera que más gente ha conseguido entrar en la ciudad.
—“¿Más gente?” ¿Qué quieres decir?
—Ah, lo olvidaba. Es un asunto delicado, porque involucra a nuestro señor el gobernador. Me temo que se ha dejado llevar por la nostalgia y ha permitido entrar a un juglar, amigo suyo según dice desde hace años. No, no me pongas esa cara, es la misma que puse yo. ¿Cómo saber que el juglar no está en contra de nosotros? Se lo dije al gobernador, y solo conseguí irritarle. Él mismo garantiza que nos es leal, aunque no puede decir con precisión por dónde ha deambulado su amigo todos estos años. No hay vuelta que darle: exigí interrogarle, y ayer estuve con él. Parece inofensivo y se instaló en una posada cerca del puerto. Pero no perdamos tiempo con esto, William. Tenemos cosas más importantes ahora: iré a pedirle a Eleanor que se haga cargo de encontrar un buen lugar para las damas y luego me voy al palacio del gobernador. Nuestros hombres ¿están preparados para la lucha?
—Siempre. Con el ánimo pronto.
—Pues será mejor que vayas a hacer una ronda y te asegures de que están en sus mejores condiciones, pues como bien has dicho, la batalla será dura…
En ese momento, ambos señores salían del estudio, tan repentinamente que Eloísa, que ya llevaba un rato de pie junto a la puerta y con el oído bien atento, apenas si alcanzó a retroceder, con la mala fortuna de tropezar con su cubeta de agua y caer estrepitosamente. El noble y el militar hicieron abrupto silencio al tiempo que la atravesaban con ojos alarmados.
—Eloísa —habló su señor— ¿Qué haces… qué…? ¿Cuánto has oído?
Lord Edwin la miraba desconcertado, mientras que sir William se puso serio. Eloísa tuvo miedo.
—Yo… estaba fregando el piso… sólo oí que…
Sir William se inclinó sobre ella, la barba pelirroja le amenazaba como el fuego del infierno. No pudo sostener esa mirada dura como el acero. Apartó la vista musitando una excusa ininteligible, cuando sorprendida vio que el capitán le tendía la mano.
—Por su estado —oyó que decía el militar, mientras le ayudaba a levantarse— diría que esta joven lo ha oído absolutamente todo. Eso significa que tendrá que involucrarse también en esto.
—No me gusta esta indiscreción tuya, Eloísa —replicó lord Edwin, con el enojo tomando posesión de sus facciones que hasta hace poco habían sido ocupadas por el desconcierto— eres persona de confianza de mi mujer y ocupas un lugar importante entre las criadas de la casa: jamás imaginé que te encontraría fisgoneando detrás de una puerta. En circunstancias normales, estarías en un grave aprieto, jovencita. Sin embargo, el capitán tiene razón: nos serás más útil de otro modo. Ve ahora en busca de Eleanor y dile que la espero aquí. Luego irás con ella y te pondrás al servicio de las damas llegadas desde Gáradras. Rápido, no te quedes ahí mirando.
Eloísa no esperó a que se lo dijeran dos veces, y salió con celeridad a cumplir el encargo. Lord Edwin se giró hacia el capitán y concluyó: 
—Bien William, manos a la obra. Si fuera tú, iría a pasar revista de la guarnición. Apenas le explique la situación a Eleanor, reuniré al concejo y tendremos una conversación con el gobernador. Bien estaría que te nos unieras en el palacio, una vez acabes.
—Allí estaré, Edwin. Adiós.

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