Edward o El Caballero Verde, Parte VIII

Piratas fynnios y bandoleros del Dáladad

Sir Edward guía a la caravana


El camino imperial hacia el sur corre desde el puerto de Vaneja bordeando la costa de Iliria, que se extiende alternando acantilados y ensenadas, en las que se distinguen grupos de casas de pescadores, a veces apiñadas contra las rocas y a veces desplegadas abiertamente en torno a los muelles. Ese día, el mar estaba rebosante de vida, con las pequeñas embarcaciones en plena faena sobre las olas: aguas calmas, en las que hace años que no se oía el remo de los piratas golpeando la espuma; solo las viejas torres de vigilancia eran testigos de un pasado reciente, en que las costas fueron menos pacíficas.

Había sido necesaria la intervención del duque de Vaneja en el litoral para conjurar la amenaza fynnia: el duque, un hombre de mano dura pero justo, no temió enemistarse con esos navegantes que a un tiempo se presentaban como honrados mercaderes y al otro saqueaban como bandidos de mar. Quizá solo el duque podía haberlo hecho: era el único con un poder tal en la zona como para no temer nada de los pueblos del archipiélago, y el único con contactos suficientes en la corte imperial como para que la nación de marineros supiera que oponérsele era arriesgarse a una intervención directa de Dáladon. Y nadie en el orbe entero podría sobrevivir a un enfrentamiento frontal con el Imperio: los fynnios habían preferido huir aguas más al sur, lejos de ese señor.

Sea por la razón que fuera, lo cierto es que esos pescadores cuyas caletas dejaban rápidamente atrás, debían su tranquilidad al duque de Vaneja. Y la consecuencia inmediata fue que toda Iliria había pasado a depender del ducado, sustrayéndose del vasallaje de los señores del sur, que nada habían podido contra los piratas. Por esa misma razón, Edward y Ulf se apuraban en atravesar pronto la provincia, dejando cuanto antes tras ellos las Llanuras Doradas: no estaban proscritos, pero el duque no tomaría a bien su partida intempestiva, y mucho menos cuando supusiera, por el rumbo que llevaban, que se dirigían a las tierras del único señor con la fama suficiente para hacerle contrapeso: el barón Geoffrey de Aucus; el mismo que había sido el capitán de sus tropas en Iliria y que había llegado, gracias a sus hechos de guerra, a ser recompensado por el emperador con la gobernación de Calidia y de todo el sur, en desmedro del propio duque, que codiciaba ese puesto de administración imperial.

Al cabo de algunas jornadas de forzada marcha, el camino se alejó del mar y tomó rumbo hacia el este. Poco tiempo después estaban ante Namisia, la Puerta del Sur, justo en el borde norte de los bosques del Dáladad. 

—Hemos llegado —dijo Ulf— el sur. La tierra de la primera Alianza, las comarcas reconquistadas por Argos…

—Ulf… —le interrumpió riendo Edward— no estamos en un cantar, no hay un público oyéndote: no necesitas pronunciar parlamentos poéticos.

—¡Ah! Me cortas la inspiración, así no se puede. Ya verás cómo interrumpo yo tu próxima justa, en el momento que menos lo esperes.

—Ja, imposible. Vamos, entremos a la ciudad. Quiero informarme bien y comprar algunos víveres: nos quedaremos el tiempo indispensable para seguir el viaje hasta Calidia, muero de ganas por ayudar a lord Geoffrey con su problema de piratería.


—Nunca dejarás este barco. No te hagas ilusiones, pequeña.

Muchas noches habían pasado desde que, arrasada su cara de lágrimas, Clara había oído esa sentencia de boca del capitán. De espíritu rebelde y aguerrido, quizá hubiese podido encontrar su lugar entre esos rudos de mar. De hecho, terminó por aprender a manejar muy bien puñales y armas cortas, que podía ocultar fácilmente en sus vestidos. Pero pronto supieron los fynnios que ella jamás sería una de ellos: ardía en su corazón un desprecio profundo por quienes habían vendido a su familia, y el rencor, que tan rápido se apoderó de un alma que había sido la de una tierna criatura, le había hecho madurar rumiando planes para salir de allí y dar con el que era culpable de todo: Quinto, cuyo nombre era aborrecible para ella.

Clara ya no era una niña. Pasaron los años en el mar y pasaron también los abordajes, los saqueos, los incendios. Llegó el día en que trató de asesinar al capitán, en medio de un combate contra los hombres del duque de Vaneja. Si lo hubiese conseguido… no hubiera sido su vida aún más miserable. Su intento de atentado convenció al fynnio de que navegaba ahora con una bestia peligrosa, y en adelante la trató como se trata a un tigre u otro animal fiero y exótico. Reducida a mera sirvienta, pasó sus días y sus noches trabajando recluida en las celdas del barco o de la guarida de los piratas, sujeta por las noches a los grilletes y por el día a los malos tratos. 

Al principio soñaba con la liberación. Recordaba a su padre y su anhelo de que el emperador ayudara a Ilía, su pueblo, a Iliria, su tierra. Pero luego su esperanza se rompió, como todo lo demás. Empujados por el barón de Aucus, los fynnios navegaron cada vez más al sur, y cambiaron sus saqueos en las costas ilirias por el atraco a los buques mercantes que traían el hierro de las islas al puerto de Calidia. El mar de Ansa pasó a ser fynnio, por un tiempo. Y cuando estuvieron fuera del alcance del duque de Vaneja, ya nadie volvió a preocuparse por ellos. El Imperio la había abandonado.

Por eso, cuando el barón de Aucus pasó a ser el gobernador de Calidia y volvió a llevar el acero de la guerra en contra de los piratas, Clara ya no esperaba nada de él. Y al ser el bajel fynnio finalmente capturado, ella huyó antes de que los soldados del gobernador la apresaran: ¿cómo explicarles que no era una pirata, sino una prisionera? Al poner sus pies en el pantano, solo un propósito se reflejaba en sus celestes ojos, fríos como la venganza que urdía: encontrar a Quinto. El desgraciado le pagaría cada segundo de los últimos diez años.


Cantaban los pájaros, ocultos en el denso bosque, y la tierra olía a humedad después de la lluvia. El camino, estrecho, era poco más que una senda, por la que avanzaba pesada la carreta. Un grupo de hombres armados con dagas y garrotes eran capitaneados por un caballero de capa verde, erguido sobre su montura azabache y apoyado en su lanza, que refractaba los rayos del sol compitiendo en claridad con la de su yelmo. Sir Edward era el líder de esa escolta, que resguardaba a un mercader que, como él, pretendía ir a Dórida, ciudad a medio camino entre Namisia y su destino final, Calidia. Ya que hacían la misma ruta, el mercader servía al caballero de guía, y el caballero servía al mercader de protección.

Ulf charlaba animadamente con algunos de los hombres de la escolta, que eran familiares o amigos del comerciante, y que fuera de las rudimentarias armas que portaban, no tenían ningún conocimiento militar.

—¿Qué pensaban hacer, entonces, de no haberse encontrado con nosotros? —preguntaba— si los caminos son tan peligrosos como dicen, lleno de salteadores y rufianes ¿creían que estarían seguros con algunos garrotes?

—Mira, muchacho —le contestó uno de los hombres— quizá no hemos estado como tú y tu señor en la frontera, pero vivimos aquí desde siempre. El sur no es lugar para miedosos. El Imperio de Dáladon lleva el nombre del río que alimenta estos bosques, que pese a ello han sido siempre tierra de peligros: primero fueron las grandes bestias, luego los alanos, y siempre rufianes que se esconden en la espesura. Pues bien: aquí estamos los sureños haciendo patria desde el principio. Que vengan los bandoleros y probarán mi clava.

—Ya, sí, ese es el espíritu, supongo. ¿Pero no deberían poner algunos soldados los señores de la zona para no tener que estar echando mano a esa determinación? En algún momento se cansarán.

Otro le contestó:

—Quinto es tan solo regente en Namisia, y supongo que no está dispuesto a hacer gran cosa por un cargo que sabe es temporal. Demasiados problemas. Y, sin embargo, ya va un año y medio desde que ocupó ese puesto. Mientras tanto, el señor de Dórida, que es hermano de Quinto, ha dejado el sur para ir a la corte de Dáladon: dicen que quiere convencer al emperador de que constituya a su familia, y por lo tanto a Quinto, en señores del sur. Desde allá, no debe ni estar siquiera enterado de la que se ha armado en las aldeas de los bosques, a merced de los rufianes de Alcico.

—¿Alcico?

—El líder de los sin ley, que asalta las aldeas, roba la madera talada y embosca carretas como la nuestra.

—¿Y el gobernador del sur, no hace nada por poner orden? —sir Edward sonrió al oír el interrogatorio: Ulf conocía todas esas respuestas, pero estaba tanteando a ver si sonsacaba algo más de su interés.

—El gobernador del sur, el Creador lo bendiga, está ocupado limpiando el mar de piratas fynnios. No puede ocuparse del interior.

—¿No es el mismo que, siendo lugarteniente del duque de Vaneja, expulsó a los fynnios de lIiria? En ese caso, pueden estar seguros de que cuando les vuelva a derrotar en el mar de Ansa, habrá comenzado el fin para Alcico y los suyos. Es una pena que en el intertanto tengan ustedes que soportar el peso de la desidia de los señores del interior. Quizá si en Dáladon supieran lo que ocurre…

—En Dáladon —interrumpió ahora el mercader— están solo interesados en solucionar el problema de la sucesión y aquietar las disputas de los nobles. Se preocupan más de cómo repartirse el poder que de ejercerlo. Pero no te aflijas por nosotros: conseguiremos batírnoslas, como en los tiempos en que Argos expulsó de estos bosques a los bárbaros alanos. Sabemos cuidar nuestra tierra con o sin los señores del interior: prueba de ello es todo el asunto de Casiano, el corregidor de Urbia.

—¿Casiano de Urbia? —preguntó interesado Edward, al oír un nombre nuevo.

—¿Argos y los alanos? —interrumpió curioso Ulf, al oír lo que olía a canto antiguo.

—¡Ja, ja! —rio el mercader— No puedo responder a ambos a la vez. 

—Pues comencemos por lo que es actual —sentenció el caballero— ya oirás esa canción más tarde, Ulf. Además, sé que ya la conoces.

—Pero nunca la he oído de primera fuente… —se quejó el amigo.

—Casiano —respondió el mercader— es un gentilhombre, corregidor de la villa de Urbia. Ha tomado en sus manos el propósito de limpiar los bosques de rufianes, y las aldeas han pedido su protección, aunque a mi parecer o le faltan hombres para cumplir su cometido, o le hace falta alguien que sepa de guerras y de aceros.

Al escuchar esto, Edward se irguió sobre Diamante, los ojos ensoñados.

—Ulf: creo que haremos un desvío antes de Calidia; el barón de Aucus deberá esperar: ya sé dónde mi espada puede marcar una diferencia.


Cuando Clara oyó sobre el problema de los bosques, le pareció de inmediato que estaba la mano de Quinto detrás: la forma de los saqueos, los soldados siempre llegando demasiado tarde, la guarnición de Namisia perezosamente acuartelada... Y en el tal Casiano vio de nuevo a su padre Clovis. Quizá lo lógico hubiese sido ir en busca del corregidor de Urbia, pero su informante parecía tener contacto con los bandoleros. A ella no le interesaba el pretendido orden que los imperiales querían restablecer, sino llegar cerca de Quinto. ¿Y qué más fácil, que ser una bandolera más? Si, como sospechaba, eran socios de ese rufián mayor, tarde o temprano tendría entre ellos acceso a la cabeza del regente de Namisia. Resuelta, se encaminó a las aldeas de la selva, en busca de Alcico y los suyos.

Continúa en "El enemigo en Dágoras"


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