Edward o el Caballero Verde, Parte XIX

Las rutas de los árboles

Caballeros con lanzas y antorchas en el bosque

Edward, montado soberbiamente en Diamante, lanza en mano y capa al viento, se presentó escoltado por Ulf y cinco de sus hombres, todos igualmente a caballo, frente a la taberna. La puerta se abrió y salió Clara, nuevamente vestida para la guerra: gambesón largo, sus bombachas embutidas en las altas botas, dos dagas a la cintura.

—¿Qué has hecho de Lope y Madalena? —le preguntó sir Edward, mientras con un gesto indicaba que le entregaran el caballo que habían traído para ella.

—Los he dejado con la costurera —contestó mientras montaba. Era una espléndida amazona, pensó para sí el joven. Ella continuó:— no necesitamos preocuparnos por ellos, tenemos el tiempo que necesites, mientras dure el día. Pero por la noche, hemos de regresar: el mercader se marchará pronto y ha dejado a la taberna sus barriles de licor. Dice que en muestra de agradecimiento por la acogida recibida. Como sea, eso significa que hoy habrá fiesta en la taberna, que lleva ya demasiado tiempo seca, y he de estar allí para ayudar en el servicio.

—Pues bien, andando. Comenzaremos por los puestos más cercanos.

El acompasado ritmo de los cascos era sepultado por la vida que estallaba a su alrededor: la lluvia que regó la tierra la noche anterior había cesado ya, y en su lugar el concierto de las aves llenaba el aire limpio de la mañana. Era un día espléndido para un paseo, aunque las brillantes lanzas eran un recordatorio permanente de que no se internaban en la naturaleza para gozar de su contemplación.

Entre esos mismos árboles, pensaba sir Edward, pululaban los bandidos que hoy habían decidido levantarse en contra de la justicia e inundar de terror esos bosques que de otro modo hubieran sido benignos para sus habitantes. Pero no quería que sus pensamientos se detuvieran en el hierro, ese día: no, ya tenía suficiente con las diarias preocupaciones ¿por qué no aprovechar inocentemente del camino y de la compañía, al menos hasta que no fuese inevitable volver al tema de las armas? Acercó su montura a la de Clara, y atinó a poner el único tema que de momento tenían en común:

—Es muy loable tu preocupación por Lope y Madalena —le dijo.

—Oh, gracias, Edward. —contestó ella con una media sonrisa. Ulf dio un disgustado respingo, atrás: jamás reía, esa mujer, y en cambio le iba soltando sonrisitas a Edward a cada momento. Continuó la joven:— Pero no podía hacer de otro modo, después de que sus padres me abrieran su casa.

—¿No tienen parientes en el pueblo que te los hayan reclamado? Después de todo, no eres de aquí.

—No. Y tampoco ellos son de Odesia, en realidad: su padre se mudó al abrir la taberna. Tienen unos tíos maternos en Acimina, pero esa aldea está lejos, y con el estado actual de cosas no puedo arriesgar un viaje hasta allá, el camino es peligroso. Pero es eso lo que quisiera: ellos merecen crecer con sus familiares, y tener una vida normal, lejos de este lugar en que vieron morir a sus padres. ¿Sabes? Sufren de terrores nocturnos y durante el día no se atreven a estar lejos de mí. Mucho me costó que aceptaran quedarse con la costurera.

—Pobrecillos… es increíble que nadie en Odesia te haya ofrecido ayuda.

—No los juzgo, Edward. Es difícil hacerse cargo de lo que ocurrió ese día. El tabernero y su mujer no fueron los únicos muertos. Además, a menos de haberlo vivido ¿quién puede imaginar lo que significa para un niño de su edad perder de golpe a toda su familia?

—Tú… tú lo sabes ¿no? —aventuró el muchacho, adivinando por el tono con que había pronunciado esas palabras. Incauto, dio rienda a su pensamiento:— Por eso te has quedado con los niños. No es la gratitud hacia el tabernero lo que te obliga… es tu propia experiencia.

El canto de los pájaros y el sonido de los cascos fue la única respuesta a su pregunta. Clara se quedó silenciosa, y rehuyó mirarle.

—Lo siento, Clara, he vuelto a poner el dedo en la llaga.

Suspiró la mujer. Pero no estaba enfadada. En cambio, parecía cargar con un gran peso cuando contestó:

—No me es fácil hablar de estas cosas, Edward. Por favor, no insistas en escarbar en mi dolor. 

Ulfbardo no oía la conversación, aunque hubiese pagado por hacerlo. Desde su posición, sin embargo, veía a los dos tórtolos, no podía llamárseles de otra manera, intercambiar impresiones como las aves que cantaban en el follaje. Edward no se daba cuenta del embrollo en que estaba metiéndose. Hubiese querido darle con la cítara en la cabeza para hacerle entrar en razón. Sin embargo, a esas alturas conocía suficientemente bien a su amigo, así como un vasto repertorio de baladas amorosas, como para tener la certeza de que ni con ese golpe le devolvería a la fría realidad. ¿Por qué, si el reino del amor es tanto más cálido que el terreno que pisaban? Y este conocimiento incrementaba su impaciencia y mal humor. 

Decidió que debía arriesgarse un poco, para saber de qué hablaban ¡quien sabe qué le estaría diciendo esa mujer! Aprovechando un ensanchamiento del camino, hizo avanzar su cabalgadura para situarse lo más cerca posible de la pareja.

—Lo siento, Clara —le respondía de nuevo el caballero— si quieres me callo un momento y…

—No, no —le interrumpió ella, volviendo a sonreír— no hace falta. Es bueno tener alguien de la misma edad para conversar. Simplemente, cambiemos el tema. 

Y echando una ojeada completa a su acompañante, añadió:

—Cuéntame, caballero ¿qué significa tu escudo? Es curioso que sea simplemente un color y nada más.

—Oh, eso es porque no está completo aún. Verás, el blasón es para el caballero como su nombre. Y el nombre, es también un destino, una misión de vida: lo que se es y lo que se llegará a ser. 

—¿Y tu vida es… “verde”? ¿Qué sentido tiene eso?

Edward rió.

—¡No, no! Primero, cada cosa en la heráldica tiene su significado. Un color puede decir muchas cosas. Pero es lo que te digo: el mío no está completo: y no lo estará hasta que me haya ganado un nombre, con esta lanza, con esta espada. Solo entonces grabaré mis hazañas en este escudo, que será el símbolo con que me reconozcan amigos y enemigos en la batalla, como digno hijo de mis ancestros.

—Y el verde, entonces ¿qué es? ¿Cuál fue esa primera hazaña que te permitió tomar ese color?

—El verde es la base del blasón de Nedrask, cuyo marqués me armó caballero. Es en gratitud a él que lo llevo.

—Ya veo. O sea, no has hecho nada que valga para un escudo —le dijo en son de broma. Edward captó el tono, y replicó, contento de haber dejado atrás el aire triste con que había comenzado el diálogo: 

—¡Hey! No es fácil esto. Ahora soy yo el dolido —rio— si no viniera de ti la afrenta, Ulf tendría que cantar en el pueblo la historia de cómo te retaba a duelo y te vencía. ¿No es así, amigo?

Interpelado, su compañero solo respondió con un gesto ambiguo.

Ido el tiempo en esa índole de conversaciones, pronto llegaron al primer puesto de trabajo en el bosque. Una solitaria atalaya de madera en un claro sembrado de tocones de árboles marcaba el lugar en que los leñadores hacían su oficio. Desmontaron y recorrieron la faena. Clara la conocía perfectamente y, llevándolos hacia las márgenes de la floresta, les mostraba las sendas entre el follaje y cómo reconocerlas a simple vista.

—Es importante diferenciarlas de los rastros dejados por los animales —les decía, luego de indicarles los modos de hacerlo— que solo llevan a madrigueras o a fuentes de agua. Este de aquí es importante: para llegar a esta faena, se puede hacer por el camino principal, por el que veníamos, o por este otro, que viene del interior del bosque, donde hay un arroyo. Los leñadores más viejos lo conocen también. Si quieres evitar sorpresas, debieras apostar vigías aquí también, Edward.

De esa manera, recorrieron todo el día la espesura, impresionados por la soltura de la joven. El caballero tuvo bien cuidado de memorizar los puntos que le indicaba: los caminos se entrelazaban en la selva, lo que los hacía confusos, pero, al mismo tiempo, si se escogían bien los cruces, serían necesarios pocos hombres para estar al tanto de todos los movimientos en la zona. Edward estaba contento: no le volverían a coger por la espalda.

Las aves preanunciaban ahora la inminencia de la noche, y la patrulla volvía a Odesia, iluminando el camino con teas encendidas, pues las tinieblas se adelantaban al crespúsculo bajo el denso follaje. Los caballos de Clara y Edward iban el uno junto al otro. La oscuridad inducía al silencio y a la charla en voz baja. Y acaso, también a reflexiones igual de oscuras y a preocupaciones. El caballero pensó en los bandoleros, y en la posibilidad de ser atacados. Y con ello, recordó también lo que Clara le había dicho sobre la culpa del Imperio en todo el asunto. Su voz entonces había sonado amarga y dolida. No como de quien apunta a una causa general, sino como de quien sabe precisamente a qué se refiere.

—Clara —le dijo— ¿recuerdas lo que dijiste hace un tiempo? ¿Acerca de que todo esto, la violencia en los bosques, es culpa del Imperio?

—Sí. ¿Qué hay con eso? ¿Te has convencido? Se supone que Dáladon y los señores, con los caballeros como tú a la cabeza, se ocupan de la paz y la justicia. No me parece que ninguna de las dos ande por aquí.

Sir Edward se esperaba una evasiva de ese estilo, por lo que insistió: 

—Creo que te referías a algo más específico. La escalada de violencia y los métodos coordinados de los bandoleros me inducen a pensar una mente que planifica. Obviamente lo achaco a la destreza de Alcico, pero presiento que tú crees otra cosa. ¿Qué sabes de esto?

—¿Estás dispuesto a oírlo, de verdad, caballero? Lo que yo pienso podría manchar la imagen que tienes del Imperio.

—Si es por proteger a ese mismo Imperio, estoy dispuesto a escuchar sus errores.

¡Qué grandeza de ánimo! Se dijo impresionada la joven. Un sentir tan sencillo, tan noble y a un tiempo tan… tan recio. Agradeció que la penumbra ocultara su impresión, antes de contestar.

—Bien, yo te lo advertí. Óyeme: no es la primera vez que ocurre algo semejante. Hace años, algo parecido pasó en la costa de Iliria, que sufrió el flagelo de los piratas, que se esconden en el mar como los bandoleros lo hacen entre los árboles.

—Conozco esa historia. Fue el duque de Vaneja, ayudado por el barón de Aucus, el que devolvió la tranquilidad a esa costa.

—Sí y no. Eso ocurrió mucho después. Antes, los pobladores tuvimos que aguantar por nuestros medios. Mi padre, entre ellos, organizó la defensa de las caletas; él, que solo era un herrero. Lamentablemente, no pudo ver el día en que llegó la flota de Vaneja, capitaneada por el famoso barón. Tampoco yo pude alegrarme con ese día, pero esa es otra historia.

—No veo todavía a dónde vas con todo eso. ¿No es la intervención de esa flota la prueba de que el Imperio se preocupa de sus provincias?

—No: es la prueba de que el duque velaba por sus intereses. Los piratas fynnios tuvieron la mala idea de extender demasiado sus rapiñas, amenazando las costas ducales. Si no fuera por eso, Iliria seguiría en su poder. En cambio, las operaciones de los del mar estaban alineadas con los planes de un señor local, de uno que en nombre del Imperio tendría que habernos protegido, y en cambio se ocupó solo de sacar provecho de la situación, asociándose a los piratas. Ese ricohombre tiene un nombre: Quinto.

—¿Quinto?

—Sí. El mismo que hoy regenta Namisia. Y, oh sorpresa, de nuevo el mismo patrón de rapiña bajo sus narices y ninguna autoridad imperial haciéndose cargo. Todos tendrán sus excusas, por supuesto, pero lo cierto es que no quieren ver. 

—Lo que dices suena terrible y al mismo tiempo posible. Pero son solo conjeturas…

—Tómalo como quieras, caballero. Pero yo he visto a Quinto. Tengo el recuerdo clavado en el alma, como una imagen maliciosa, como un veneno que corroe. Ese hombre… ese monstruo es peor que un vampiro que se alimentara de sus súbditos: aquellos demonios de las historias al menos entregan a la muerte a sus víctimas, luego de beber su sangre. El miserable de Quinto, en cambio, se bebe día a día las vidas de los que le están sometidos, que en cambio están condenados a envejecer bajo sus garras. 

La respiración de Clara se agitaba al pensar en el regente, y no pudo continuar, presa de un furor que le llevaba a apretar los puños y los dientes. A la luz roja del fuego de las antorchas, a sir Edward le pareció que su rostro se había transfigurado por el odio: un odio que le parecía muy difícil de explicar. Algo muy horrible debía estar en la raíz de esa aversión, una historia que intuía increíblemente dolorosa. Trató de ser cauteloso con su siguiente intervención:

—No conozco al tal Quinto sino solo por lo que se dice de él… —comenzó— en su día el duque me comentó que cuando asumió la protección de Iliria tuvo que deshacerse de algunos ricohombres que se habían mostrado incompetentes para la protección de sus costas…

—Lo de Quinto no es mera incompetencia. —le interrumpió— Ese hombre es un zorro. Y aunque lo fuera, en nada cambia los hechos: no importa si es un incapaz o un despiadado, el punto es que aquí y ahora el Imperio no interviene, pudiendo detenerle los pies. Y probablemente no lo haga, a menos que sus acciones lleguen a fastidiar a algún señor más fuerte que él, como ocurrió en Iliria. El Imperio detenta el poder, y se mueve, como lo veo yo, solo por él: a pesar de toda la cháchara sobre ideales, ninguno de los señores renunciaría de buena gana a su influencia, aunque de ello dependiera la llegada de la justicia que predican.

 Sir Edward no supo qué responder, y las tinieblas terminaron de imponer el silencio sobre la comitiva.

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