Edward o El Caballero Verde, Parte XVI

A la puerta de la taberna


Clara y Edward en la puerta de la taberna

Era noche cerrada. Por sobre los árboles y los tejados de la aldea, nubes borrascosas ocultaban el titilar de las estrellas y las pocas luces que aún brillaban venían de una que otra ventana insomne. Una de ellas pertenecía a la damnificada taberna. Clara estaba en el pórtico, tomándose un descanso del cuidado de Lope y Madalena, que dormían. 

La brisa trajo a sus oídos un rumor que la inquietó. Levantándose, tomó consigo el cacho de vela con el que pobremente iluminaba a su alrededor, tratando de penetrar las tinieblas de la calle ante ella. Sabía que estaban ahí. 

Un soplido apagó su luz e inmediatamente sintió unas manos que se cernían sobre sus brazos, por detrás, y algo que cubría su boca. Trató de luchar, pero ya era muy tarde: estaba sujeta.

—No eres tan valiente sin tus cuchillos, ¿verdad, Clara? No podrías vencer a ninguno de los muchachos mano a mano. 

Solo pudo responder con gemidos ininteligibles, a causa de la mordaza que habían impuesto a su lengua. Hubo risas en la oscuridad, mientras la zarandeaban. Estaba bien: mientras no entraran en la taberna, mientras no recordasen a Lope y Madalena, ella podía sufrir eso y más, no era esta su primera vez.

—Denme luz —ordenó la misma voz de antes— quiero verla.

Chasquido de hierro y pedernal, la chispa y una antorcha que se encendía, iluminando el rostro calvo y la oreja cercenada.

—¿Nada que decir? —preguntó burlón— Te dije que lamentarías el día en que regresásemos. Quítenle la mordaza: si grita, morirá antes de que llegue la ayuda, de todos modos.

Cuando le hubieron sacado el trapo de la boca, hizo un supremo esfuerzo para no escupir en la cara a su agresor. En cambio, se atuvo al plan que había pensado previendo este encuentro.

—Dardán, bestia, veo que tu nuevo liderazgo no te ha dado nuevas luces. Estúpido como siempre. ¿Es que no vez lo que está pasando? ¿Crees, idiota, que he traicionado a Alcico? No serías capaz de ver una ventaja aunque te la indicaran con el dedo. 

La cachetada fue dolorosa, pero la chica sabía que sus palabras habían tenido efecto, pues seguía viva y con la lengua libre. Dardán respiraba humillado, pero había picado su curiosidad.

—Golpea, claro. No te queda otra cosa. Así te respetarán estos, pero sabes tú que si quieres seguir siendo el líder tendrás que demostrar más que solo fuerza. Eso bien lo sabe el jefe, él entendería lo que ocurre aquí.

—¡Tú mataste al jefe! Lo he visto yo, luego de que me quitaste el oído.

Clara suspiró, con desdén.

—Dardán… no hablamos de la misma persona. Al que tú llamas jefe fue otro idiota como tú, que con su precipitación estuvo a punto de echar por tierra los planes del verdadero líder, Alcico. Hube de detenerlo. ¿Qué no comprendes? Te conviene que esté yo aquí, en esta aldea. ¿No vez que se ha transformado en el centro de los movimientos de nuestros enemigos? ¿No sabes acaso que está aquí el caballero de Uterra? ¿Y en quién confiará la aldea sino en quien la haya defendido? ¿Cómo te enterarás de los movimientos y de los planes de Casiano, sino es por mí, quien salvó a los hijos del tabernero, el hombre que se opuso a Alcico? Tengo la confianza de Odesia, ahora ¿y tú, so pelmazo, quieres sacarme de aquí?

Dardán no supo qué contestar. Miró hacia sus compañeros, con ojos de sorpresa, pero desconfiado aún.

—No… no es cierto. Tú… tú defendiste a esos niños porque… no sé por qué. Pero no era un plan: fue en el momento, en el calor de…

—Dardán, por favor, haz un esfuerzo y piensa. ¿Es que no te oyes? Claro que fue premeditado. ¿O tendré que decirte también que sé lo de Ulderico? ¿Con quien piensas que estuve antes de mi desaparición esa tarde? ¿Crees que hubiese actuado así, asesinado a mi jefe de patrulla, si no fuera por una orden más alta?

Tuvo el efecto deseado. Dardán ya debía, como nuevo líder, estar al tanto de la red de comunicaciones de Alcico y, al mismo tiempo, no podía decir nada de ello frente a los demás. La mención del nombre del juglar fue suficiente para convencerlo de que Clara se movía a un nivel superior, que daba credibilidad a toda su historia.

—Suéltenla —fue su desconcertante orden— Y vámonos de aquí. Nos seguiremos viendo, Clara.

Una vez más, se quedó sola en la noche. Temblando entera, se sentó junto a la puerta, como si un frío intenso la hubiese de pronto envuelto. Cuando se hubo recuperado, suspiró y entró en la casa, para cerciorarse de que los niños dormían.


Las habladurías, chismes y cotilleos en Odesia, como buen pueblo pequeño, estaban a la orden del día. Y más si se trataba de la misteriosa, algunos decían inquietante, Clara. La mujer guardaba celosamente en secreto su pasado. Nadie sabía de dónde había llegado o dónde había estado los meses en que dejó la aldea. Se murmuraba que tenía conexiones con los hombres del bosque, incluso había quienes estaban seguros de ello ¿no había demostrado un oscuro interés, en su momento, por todo lo referente a Alcico? Pero quienes efectivamente estaban de un modo u otro en conexión con los maleantes no podían denunciarla sin delatarse ellos mismos, aunque sí que podían echar a correr el rumor.

Sin embargo, por otro lado, estaba su curiosa relación con la familia del tabernero, aquel desdichado que tuvo el respeto de toda la aldea y las agallas suficientes como para desafiar a los bandoleros pidiendo la protección de Urbia. Él y su mujer —otro misterio: que la chismosa por antonomasia hubiese defendido a la chica de las malas lenguas— le franquearon su casa y la honraron con su simpatía. Y luego, la trágica muerte de ambos, el mismo día en que Clara reapareció, confirmaba las muchas sospechas de algunos, mientras que el testimonio de los niños, que la querían como a hermana y salvadora, desconcertaba a otros. ¿No era cierto, de todos modos, que se estaba haciendo cargo de los dos críos, sin tener ningún deber en ello? Lope y Madalena no tenían familia cercana en la aldea, y sus parientes más próximos, hermanos de la madre, vivían en otro punto del bosque, en Acimina. Cuando nadie más se había preocupado, la muchacha se hizo cargo de los huérfanos.

Odesia estaba dividida y no sabía bien qué pensar sobre la chica. Lo único cierto es que, se sintiera por ella simpatía o antipatía, el misterio que la rodeaba suscitaba desconfianza en todos. Y Ulf captó muy rápidamente este ánimo del pueblo, resolviendo poner un ojo sobre ella. Especialmente, porque su amigo Edward ya había puesto los propios en la mujer.


El caballero tenía decidido hablar con Clara. Por motivos estrictamente estratégicos, se decía. Ella había visto al líder de los que asaltaron Odesia: incluso, le había vencido. Cualquier pista que pudiera darle era un paso adelante en su situación. Así que, por razones totalmente estratégicas, caminó hacia la taberna, pensando en sus ojos, celestes como el cielo: estaba fija en su memoria esa mirada suya, intensa y sobrecogedora, tan indeleblemente grabada en su recuerdo que se había sorprendido varias veces volviendo a verla como si estuviese presente. Tocó la puerta, repitiéndose que esta era una visita estratégica. Por eso había acudido sin Ulf, no quería que nadie más se enterara…

La puerta se abrió interrumpiendo su discurrir y los ojos de cielo borraron todo vestigio de razonamiento en su cabeza.

Sir Edward —le saludó ella, aunque con un tono cansino, que no supo el caballero por qué le dolió tanto— no esperaba encontrarte aquí. 

El guerrero carraspeó, para volver a tomar posesión de sí mismo antes de responder.

—Clara —dijo— necesito que respondas algunas preguntas. Puede que sepas algo que nos ayude a dar con quienes atacaron Odesia.

—No creo que pueda ayudarte. Los bandoleros de Alcico se mueven constantemente, nadie sabe dónde encontrarlos.

—Pero vale la pena que lo intentemos, al menos: por esta aldea, por el sur y el Imperio.

A Clara se le escapó una risa involuntaria al oír aquello.

—¡Ja! ¿El Imperio? ¿Qué le importa al emperador lo que pase en estas villas?

—¡Cómo no le va a importar! —respondió desconcertado el caballero— El emperador y los reyes imponen la paz y la justicia en todos los rincones de esta tierra, y si hay bellacos que saquean e incendian poblados…

—Por lo que recuerda mi memoria, caballero, eso de la paz y la justicia no se ve en estas landas desde hace generaciones. Aquí cada cual debe saber luchar por sí mismo sin esperar ayuda de arriba, que no llega nunca. Y eso es cierto para nosotros, y también para los forajidos: ¿nunca te has preguntado cómo es que terminan en los bosques, asaltando caminos?

—Casi se diría que quieres justificarles, Clara. —Edward la miraba ahora con dureza, y ella recordó los rostros que le recibieron al llegar al pueblo, juzgadores. Sintió una mezcla de rabia y ¿aflicción? ¿Por qué le apenaba lo que pudiera pensar de ella ese hombretón?

—No me malinterpretes, sir Edward. Olvidas que los bandoleros mataron a los únicos que me dieron su confianza al llegar aquí y que cuido ahora de sus hijos. Sin embargo, esperar alguna solución de parte de la autoridad imperial es ingenuo. Ridículo, incluso. De hecho, todo esto es culpa, precisamente, del Imperio.

En ese momento, Lope y Madalena hicieron su aparición, impidiendo que el caballero tuviese tiempo a preguntar nada más: los niños, al verle, se lanzaron a saludarle, irrumpiendo en medio de la conversación. Alegre por la alegría de los pequeños, Edward se permitió hacer alguna gracia para entretenerles, un sencillo juego de manos que Ulf le enseñó en Uterra, con el que había sorprendido muchas veces a sus hermanitas.

Clara se vio obligada a contemplarle un momento, jugando con los niños. Al verle así, sin ese aire algo fanfarrón que adoptaba al hablar con los aldeanos, sin esas ínfulas de héroe, le pareció… no sabía expresarlo. Era distinto de tantos otros soldados o guerreros que había conocido. Claro que en sus años en el bajel pirata no había conocido a la mejor clase, y ciertamente a ninguno capaz de mostrar ternura, como él ahora. Una cálida sensación se encendió en su pecho. Jugueteando con sus cabellos, pensó que quizá estaba siendo muy dura con él. Entonces, el hombre le dirigió una furtiva mirada: un ligero rubor subió a las mejillas de la chica y, cuándo se dio cuenta, miró para otro lado, esperando no haber sido vista y maldiciéndose internamente. Hubiese querido salir corriendo, poniendo tierra de por medio entre él y ella. Y quizá lo hubiese hecho, no le costaba nada apartar a los niños y cerrarle la puerta en las narices. El solo pensamiento le dolió ¿qué le ocurría? Es que Lope y Madalena no sufrirían que echara al caballero. Y se dijo, además, que podría resultar estratégica la amistad con él. Eso: debía obrar con estrategia, no había ningún otro interés.

Sir Edward vio, por sobre las cabecitas alegres de Madalena y Lope, que se dibujaba una sonrisa brillante en el rostro de Clara, que iluminó su rostro. Tan inconsciente como instantáneamente, todas sus sospechas se esfumaron al contemplar ese rostro bello, que no podía ser sino bueno. Notó que el color se subía al rostro de ella antes de que apartara la vista y sonrió recordando escenas similares en la corte de Nedrask y de Vaneja. Solo que esta vez había algo distinto, que no sabía precisar y quizá tampoco admitir: algo en la mirada de ella, que le tenía como hechizado.

El caballero se reincorporó, mientras lo chiquillos volvían a correr por la taberna. Un silencio incómodo se aposó en torno a los jóvenes que no sabían bien ni a dónde ni cómo mirar, en un torpe juego en que los ojos se escondían los unos de los otros, con miedo a toparse.

—Eh… bueno.

—yo… ya tengo que…

—Eso, sí, mejor me voy, ya sabes.

—Sí, sí, hay… hay cosas que hacer.

La puerta de la taberna se cerró y a ambos lados quedaron la chica y el chico. Hubo de pasar todavía un poco de tiempo antes de que ninguno de los dos atinara a abandonar la hoja de madera.

Continúa en "La insurrección".

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