Edward o el Caballero Verde, Parte XVII

La insurrección



Edward no sabía muy bien cómo interpretar lo que le ocurría con Clara. Apenas la conocía, y su imagen estaba simplemente clavada en su alma. Sabía, además, que la suya era una idea muy distinta a la que tenía el resto del pueblo. Y en especial Ulf, cuyo recelo crecía de día en día. En otra situación, hubiese sido lógico que el joven guerrero expansionara su sentir con el amigo, pero precisamente esa hostilidad que entreveía en él le refrenaba. Había, además, otro escollo que impedía que él mismo se consintiera pensamientos de ninguna clase. Si alguna vez dejaba que su imaginación divagara demasiado en el futuro, y compusiera historias de galante cortesía como en las baladas, no solo le contradecía el convencimiento de que la ruda mujer no se avenía con ese esquema, sino también que esa rudeza les separaba: el porte y la estampa de lord George se presentaban ante su memoria, con gesto grave, para recordarle su condición de noble y miembro de una estirpe heroica, que mal podría, sin deshonra para su casa, vincularse a una desconocida. 

Comprendía bien esto. Su padre le hubiese aconsejado apagar esos fuegos que comenzaban a avivarse en el corazón. También él lo hubiera así recomendado a Ethan, por ejemplo, si hubiese sido el caso. Y, sin embargo, qué doloroso se le hacía de solo pensarlo. En lo íntimo de su ser, no podía permitirse reconocer lo que le ocurría. 

Obviamente, el secreto tormento de su amigo no pasó desapercibido a Ulf. La sagacidad del músico no hubiera podido dejar de notar, además, la causa de ese pesar. Y esperando a que el caballero le compartiera la pena, se dio cuenta adolorido que este le rehuía: jamás se habían dejado de contar estas cosas, hasta ahora.

 Pero para el capitán de los jinetes que protegían Odesia otras preocupaciones vinieron a tomar el lugar de estas cuitas. Una serie de ataques coordinados a las faenas madereras, al interior de los bosques, hubieron de lamentarse con pérdida de vidas y de trabajo. El miedo cundió en las aldeas, que vivía de la tala que de pronto se volvió empresa peligrosa. En Odesia, a todos les pareció que se trataba de una represalia. Los hombres del bosque, de hecho, lograron hacer llegar la noticia de que estaban dispuestos a vengar la muerte de uno de sus jefes en el último asalto al pueblo. Cuando la nueva, en boca de uno de los trabajadores que había escapado a la emboscada, se escuchó en la taberna, las miradas se clavaron sobre Clara. Edward se encontraba allí, a pesar de que había estado evitando el encuentro con la joven, precisamente para escuchar de primera mano los detalles del ataque. Y no fue capaz de sufrir que esas personas descargaran su enojo sobre la mujer, que no había hecho otra cosa que defenderles en el momento de más peligro.

Levantó entonces su voz, como lo hizo en su día el tabernero, y refrenó las protestas airadas de los aldeanos: Odesia no necesitaba sus miedos, y sí, en cambio, el coraje de Clara para plantarse frente al agresor en defensa de los más débiles, como los niños. Los bandoleros amenazaban, era cierto, pero no puede esperarse menos si uno se opone a sus funestas pillerías. Dos opciones tiene la aldea: o bien plegarse a la tiranía de los hombres del bosque, o bien hacerles frente con entereza, aunque significara sacrificio. Aquí tenían su espada, su lanza y su escudo: los rufianes no osaban entrar al pueblo a causa de los diestros jinetes del caballero de Uterra. Y en adelante, tampoco se atreverían a atacar sus faenas, pues en ellas se toparán con su acero.

El anuncio de la protección de los trabajadores al interior del bosque fue acogido con entusiasmo. Sin embargo, se transformó en una nueva preocupación para sir Edward, que debía así dividir sus fuerzas y repartirlas entre la espesura y la misma aldea. Si tan solo conociera el número de sus enemigos… pero ni eso sabía. ¿Y cómo, entonces, decidir cuántos hombres destinar a cada puesto?

Los ataques continuaron, y hubo ocasión de blandir las armas. Esto alegró a los soldados de Edward, que llevaban un tiempo de cansina inactividad. Los bandoleros comprobaron que no estaban listos para los jinetes, y las primeras victorias dieron seguridad a los habitantes y tranquilidad a las faenas. Pero no era ese el estado de la región. Al caballero de Uterra tocaba coordinar las milicias desplegadas por el corregidor, que protegían diversos villorrios del interior, usando Odesia como centro de operaciones: y pronto se recibieron noticias de ataques mayores a diversas villas, e incluso del levantamiento en armas de algunas de ellas, tomadas por los hombres de Alcico, que llevaba así a otro nivel su lucha en el sur. Al mismo tiempo, el hostigamiento en torno a Odesia creció, aumentando el número de los atacantes: Edward no podía garantizar la seguridad de todos, y hubieron de reducirse los trabajos y abandonarse algunos puestos tradicionales de tala, que cayeron bajo el control de los bandidos. La situación general era mala, según daba cuenta un mensaje de Casiano, que advertía al caballero de que no disponían de más hombres para hacer frente al peligro. Lo de Alcico había dejado de ser mera pillería, y parecía ya, en toda regla, insurrección. 

En fin, el señor de Urbia le conminaba pese a todo a resistir, pues el barón de Aucus le había asegurado que pronto terminaría su campaña contra los fynnios, inusualmente larga, y podría disponer del ejército regular de la gobernación para limpiar y someter los bosques. Pero hasta que eso no ocurriera, debían mantener sus posiciones. 

—Aunque la guarnición de la gobernación de Calidia esté ocupada en la campaña contra los piratas, —se lamentaba el caballero a su amigo Ulf— la legión apostada en el campamento de frontera en Aklos está ociosa y bien podría solucionar todo este problema. Al barón le bastaría con apelar al rey turdetano, que vive en Dáladon junto al emperador, para disponer de esos refuerzos. Y en cambio, aquí estamos, viviendo una especie de asedio sin murallas: no se puede trabajar con calma, y eso significa menos madera y menos recursos y sustento para los locales. No quiero ni imaginar lo que pasará cuando, dentro de unos meses, los señores de Namisia y Dórida pretendan cobrar el tributo anual, y los aldeanos no tengan lo suficiente para pagarlo sin someterse a duras penurias el resto del año.

—Bah, los señores de Namisia y Dórida: uno, en Dáladon hace años, el otro, ni se entera de lo que ocurre, beatamente en su ciudad. ¿Qué derecho tienen para cobrar tributo alguno de tierras que no se han dignado proteger?

—Lamentablemente, lo tienen, por edicto real e imperial. 

Ulf escupió al suelo, con disgusto.

—Pues a mí me parece que no son dignos de tales títulos. Si fuesen la mitad de lo que es tu padre, o se comportasen como el marqués, o incluso como el duque de Vaneja, que al menos cuida de lo suyo. ¿Y por qué el barón de Aucus no echa mano de la legión? Por lo que me has contado parece un hombre sensato, empeñado como tú en la defensa de todos.

—Me temo, Ulf, que es cosa de política. Para tener el apoyo de la legión imperial, lord Geoffrey debe declarar al rey que sus fuerzas no son suficientes para contener la insurrección. Aparte de que eso significa tratar el problema de los asaltantes de caminos como algo más grande de lo que se imaginan en la corte de Dáladon, el rey turdetano tendría que pedir a su vez la intervención del emperador, para que este ponga en su mano la legión que guarda la frontera. Hacer tal cosa para el barón significaría reconocer que no ha podido guardar la paz dentro de los límites de lo que se le confió, o bien aceptar que Casiano no pudo hacerlo. Y como Casiano es el candidato del barón al señorío de Namisia, hacerlo así probablemente implicaría que el rey turdetano termine por escoger al otro pretendiente, sugiriendo al emperador que conceda a este la señoría y no al corregidor de Urbia.

—¿Y el otro pretendiente es…?

—El actual regente de Namisia, Quinto.

—¿El mismo sinvergüenza que no ha hecho nada? ¿A él elegirían el rey y el emperador, a pesar de los esfuerzos de Casiano? ¿No es eso injusto?

—A mi juicio, sí, y creo que es por eso que el barón se cuida de pedir la intervención de la legión. En Dáladon no ven lo que nosotros vemos.

Una imprecación grosera subió a los labios de Ulf. Edward no dijo nada ¿qué podía reprocharle? En el fondo, su opinión, aunque más elegante, no era distinta.

—Hace unas semanas atrás, Clara me decía algo parecido —soltó el caballero.

Ulf alzó una ceja, incrédulo de que la joven hubiese soltado una maldición como la suya delante del caballero. Edward comprendió el malentendido y se apresuró a rectificar:

—No del modo en que tú lo has hecho, por cierto. Modo del que no diré nada y lo achacaré a lo que has aprendido de tus amigos trotamundos. Lo que ella dijo más bien es que toda esta situación es culpa del Imperio. No estoy del todo de acuerdo y reconozco que me molestó oírselo, pero he de admitir que, si bien no es culpa de Dáladon que haya delincuentes en los bosques, sí que es a causa de estos juegos políticos el que un inicial puñado de sin ley haya crecido tanto en poder.

—Es curioso que sea Clara quien lo diga…

—Oh, vamos, Ulf. ¿De nuevo con esos recelos? Creo que ya lo hemos discutido.

—No, Edward, no lo hemos discutido. ¿No ves que esos ojos traicioneros te nublan la mente? 

—Pero ¿qué dices?

—Por favor, es clarísimo. Nunca te había visto tan nervioso frente a una mujer. De solo pensar en ella y te cambia el rostro. No has querido decirme nada, pero no logras ocultármelo, ni por un segundo. Además, quisieras no sentirlo: llevas días eludiéndola, y mira si es difícil en un pueblo pequeño como este y con esos niños buscándote por todos lados.

Su amigo tragó saliva, incómodo. Se había puesto colorado.

—¿Lo ves? ¡Ahí está de nuevo! ¿Es eso rubor, en las mejillas de un guerrero imperial? ¡Años que esperaba verte así, a decir verdad! ¡Cómo hubiera disfrutado de gastarte alguna chanza, si ese color te lo hubiese dado alguna de las señoritas de Nedrask, o las doncellas que tan graciosamente ofrecían sus pañuelos por ti, cuando triunfaste en las justas organizadas por el duque de Vaneja! Pero no. No puedo celebrártelo ahora. Y no porque sea plebeya ¡quién soy yo para sermonearte en eso! No: Edward, escúchame bien. Me temo que Clara no es quien dice ser. Te estás enredando en un asunto que terminará por ponerte o contra Odesia o contra ella. Y entonces, sufrirás el triple.

El caballero volvió el rostro al amigo, con semblante ahora crispado.

—¿Qué estás insinuando, Ulf? Clara es leal a esta aldea. Puede que no tenga mucha confianza en el águila imperial, pero eso no la hace una criminal. No permitiré que también tú, al igual que los chismosos del pueblo, te goces en hablar mal de ella.

—¿Y qué harás? ¿Me retarás a duelo? ¿A mí, tu amigo? ¿A mí, tu siervo? No sería más que deshonra para ti, y una hazaña para mí. Edward, abre los ojos y juzga con la cabeza, no con el corazón: Clara es sospechosa. Y debiera ser tu primera sospechosa entre todos los posibles involucrados en esto. ¿Acaso no has oído lo que se dice de ella? De la nada llegó un día al pueblo, para colmo armada. Esa primera tarde hirió a la vista de todos con un puñal en la taberna.

—Fue en defensa personal. El mismo tabernero le ofreció su protección.

—Protección que utilizó para tejer lazos con los del bosque, si es que hay que creer a los rumores, vínculos que atrajeron hacia aquí a los bandoleros.

—Eso no son más que palabrerías.

—¿Quién es, entonces, Clara? ¿Por qué jamás ha contado su pasado? ¿Quién puede decirse su amigo en esta aldea?

—Puede guardarse su historia todo lo que quiera. Y por amistades, basta con que el tabernero y su mujer, conocidos también en Urbia junto a Casiano, le hayan dado su confianza.

—Y ambos ahora están muertos.

—Y ella cuida de sus hijos. Los salvó del ataque…

—Al que llegó convenientemente tarde para no salvar a los padres. ¿No lo ves aún?

—Todo pueden ser coincidencias… tú no te has permitido verla bien, no has querido darle oportunidad.

—¡Ah! ¡Es imposible contigo! Bien, concédeme al menos una cosa: aunque no esté en relación con los maleantes de las selvas, al menos es seguro que es buena conocedora de los bosques. Desapareció meses antes del ataque a Odesia: así como vino, se fue un día. Regresó luego, sin que nadie sepa dónde estuvo. Es seguro que no en otra aldea, pues lo hubiéramos sabido. 

—Eso es una conclusión apresurada…

—Sea. Pero no es apresurado asumir que conoce los caminos del bosque mejor que otros. Y que sabe luchar bastante bien, lo que no necesito recordarte que no es frecuente en una dama. Si está hecha a la vida de la intemperie, como sugieren sus habilidades y el gambesón que usaba al llegar al pueblo, entonces debe haberse cruzado con los bandoleros en alguna ocasión. Si está a favor o en contra de ellos, no lo sé. Pero creo que podría ayudar bastante más de lo que ha hecho. Su silencio, a estas alturas, es también sospechoso.

Continuará en "día de mercado"

Comentarios

  1. Una vez más, muchas gracias por tus comentarios. Da mucha alegría saber que lo que escribo es bien recibido!

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