Edward o el Caballero Verde, Parte XXV

 Vengar la sangre

Clara ofrece a Edward, prisionero, pan y un cuerno de vino


Casiano volvía de lo que él llamaba su “paseo estratégico”. La jornada hasta el Obelisco era larga, pero sencilla. Por supuesto que sabía que al llegar allí no encontraría enemigos, y se regodeaba en el pensamiento de que, siguiéndoles el juego a los bandoleros que habían difundido el rumor de que atacarían por ahí, había conseguido poner la soga al cuello a esos mismos bandidos: estaba seguro de que, envalentonados por la lejanía del corregidor, ya habrían intentado su golpe sobre Urbia, sin saber que Edward esperaba oculto para caerles encima. Qué gran estratega y mejor brazo había resultado ese chico. Ahora, a la entrada del poblado, vería a los rufianes a su disposición gracias a la valentía del caballero.
Atardecía cuando los pasos felinos de Setari, que seguían siempre a los de Casiano, entraron en Urbia. Nadie sabía qué había sido de Edward y los suyos. No porque hubieran desaparecido: la noticia de la catastrófica celada ya había llegado al pueblo. Se rumoreaba que Edward y algunos de sus hombres eran prisioneros, y se temía que el resto hubiese muerto. De lo que nadie podía dar noticia exacta es qué había ocurrido después, a dónde fueron conducidos, ni qué les ocurriría en ese lugar. La guarida de Alcico era tan incógnita como siempre, y en ella habían sido engullidos todos.
El corregidor se quedó helado, sin habla. 

Clara iba montada todavía en el palafrén que le facilitara en su momento el caballero de Uterra. Junto a ella estaba el mismo Alcico, alegre y bravucón como nunca antes, gastando bromas a costa de los prisioneros, atados en fila justo en medio de las huestes. Ya a nadie importaba el silencio y el sigilo: los maleantes reían ante las ocurrencias del jefe, sentíanse seguros en medio de esos bosques que ahora les pertenecían. Edward era blanco privilegiado de sus mofas, por haber sido también el objeto principal de sus temores.
Pero Clara no reía. Si alguien se hubiese fijado en ella —pero nadie lo hacía, nunca nadie se había preocupado por ella, desde que Quinto la arrancó de su propia vida— la hubiera visto tremolante de emociones contenidas, hubiera intuido un nudo en el alma, una lucha horrenda. Sus ojos estaban sin brillo, y se sentía muerta. ¿Por qué, si como nunca estaba cerca de su objetivo? Madalena y Lope estaban a salvo. Ulderico se congratulaba de la recompensa que recibiría al llevar la noticia a Quinto y adulaba los oídos de la chica prometiéndole las riquezas con que ella también sería galardonada, pensando así ganarse su favor. 
Pero su cabeza estaba muy lejos de esos pensamientos. Quinto vendría, y ella tendría su momento. Sus dagas beberían su sangre y después… después terminaría todo. ¿Por qué, si estaba por cumplir su misión, su anhelo más grande, estaba así acongojada? ¿Por qué no podía reír con esos hombres, que se creían seguros, y gozarse a su manera de ese triunfo?
Sabía que no debía hacerlo, pero su mirada se perdió entre los prisioneros, al voltearse. Y se cruzó con los ojos de Edward. Ojos que también le preguntaban, sin palabras: “¿Por qué?” No lo resistió. Apenas si logró reprimir las fuentes de las aguas, que ya saltaban a sus ojos, y sintió que el alma se le volvía de plomo. Los ojos de aquel hombre no pudieron repetir la pregunta, pues una nueva chanza llevó a Alcico a ordenar que le pusieran un saco en la cabeza a todos los prisioneros. Una broma que además era útil: pronto llegarían al campamento, mejor era que no conociesen la entrada a la guarida.

Ulf seguía con cautela el ruidoso avance de la columna. Desde su refugio entre los árboles podía ver lo que hacían con los prisioneros. Había tenido tiempo de pensar sus próximos pasos. De nada le servía correr a avisar a Casiano, que ya debía estar de regreso en Urbia, si no conseguía descubrir hacia dónde guiarlo.
La columna se adentraba cada vez más en el laberinto de los árboles, sin cuidarse de vigilar ni de esconder sus pasos. No hubo pasado ni siquiera una jornada de camino cuando llegaron a un amplio asentamiento. La locación no tenía nada de inusual, y todo de provisoria. Era evidente que Alcico nunca permanecía mucho tiempo en un mismo lugar, por eso era tan difícil de encontrar. Tiendas de pieles, aparejos de cocina y cueros de animales secándose al sol otoñal, además de algunos fuegos humeantes, denunciaban la presencia de los bandoleros. Algunas mujeres salieron a recibir a los que llegaban, y a Ulfbardo le pareció estar entrando a un campamento de nómades de la estepa: aquello no era un grupo de rufianes, era un pueblo de desplazados.

—¡Hoy ha sido un día grande para el bosque, muchachos! —rugió alegre Alcico, secundados por los “hurras” de quienes se arremolinaban a su alrededor— ¡Hoy, es el día de nuestra victoria! ¿Ven a este jovenzuelo? —sus hombres trajeron al frente al maltratado Edward. Abucheos— ¿Pues qué creen? ¡Este es el famoso caballero de Uterra! ¡El terror de los bosques! —lanzó una sarcástica risotada— ¡Ya ven! ¡Como les decía yo! Si es poco más que un niño… esto es lo que el corregidor nos opone. ¡Nada! Nada hay que temer, muchachos. Hoy hemos sellado nuestro control de la selva, mañana, hasta las ciudades se nos abrirán.
—¡Hurra! ¡Viva Alcico, nuestro líder!
—¡Sí, y vivan ustedes, muchachos! —contestó el líder— ¡Y mueran estos cerdos, que nos corretean de aquí para allá, fuera de sus pueblos y ciudades! ¡Mueran los que nos condenan a la vida de intemperie!
Una cerrada ovación siguió a esas palabras, refrendada por escupitajos sobre los prisioneros. Con un gesto de la mano, el orador los hizo callar.
—Oíganme ahora. Son momentos clave, los que ahora vivimos. Les haremos saber a todo el sur quiénes tienen el verdadero control. Estos amigos —dijo indicando a los prisioneros— se quedarán con nosotros un tiempo. Espero que sepan tratar a nuestros huéspedes como se merecen. Cuando llegue el momento, Urbia será nuestra, y en el medio de su plaza, rodarán sus cabezas. De esto se enterarán en todo el mundo, nuestro nombre será grande, el nuestro, el del pueblo del bosque, el de las gentes venidas del mar. Y nadie se atreverá ya con nosotros, ni siquiera el emperador. ¡Que comiencen los preparativos para el asalto de Urbia!
—Tienes delirios de grandeza, rufián.
La voz de Edward cortó la algarabía que se había desatado, sonora y clara como la de una trompeta. Alcico no pudo ignorarlo, y se volvió aturdido. El caballero estaba de rodillas junto a él, donde lo habían dejado sus captores, las manos atadas a la espalda. El jefe de los bandoleros, de pie y alto como una torre, le lanzó una mirada desafiante, pero de algún modo era el joven quien se veía más imponente, en ese momento.
—¿Qué dices? ¿Cómo te atreves…?
—Me has oído bien, Alcico. Y tus hombres y tu gente también. Lo que has dicho no es más que una fantasía que los llevará a todos a la perdición. ¿Crees acaso que podrán algo contra la legión? ¿Contra las fuerzas del Imperio? Una cosa es poner tus sucios pies en Urbia o levantar poblados de la selva. Pero ¿has visto alguna vez las murallas de Dáladon? ¿No sabes que hasta las bestias tiemblan al recordar el acero de los reyes, las espadas de Ansálador? —rió— ¡tu intento es absurdo! Solo conseguirás que te maten. A ti y a todos aquí. ¡Oídme! Deponed las almas, inclinad la cabeza frente al águila tricéfala, y los reyes tendrán misericordia de vosotros. La justicia está en sus manos y no podréis contra ellos…
Una patada en plena cara interrumpió su discurso y dio con él pesadamente a tierra. 
—¡Calla! No entiendes nada, mocoso. ¿A mí, que te he vencido, vienes a dar lecciones? Llévenselo, y asegúrense de sujetar su lengua. ¡Vamos! ¡Alegría! Que hemos de festejar nuestros triunfos. Mañana comenzaremos a preparar el asalto final, ¡pero hoy se bebe y se festeja!
En medio de las aclamaciones al líder e insultos a los prisioneros las órdenes fueron cumplidas. 

Clara se paseaba como una sombra entre el griterío. En su rostro no había contento de ningún tipo, y en su gesto se adivinaba que le repugnaba el gozo ajeno en torno a ella. Apartada, no quiso tomar parte de las celebraciones. ¿Qué podía hacer? Matarían a Edward… pero si le ayudaba ahora, perdería la oportunidad de llegar hasta Quinto. Muy pronto, probablemente, Ulderico partiría a avisar al regente de que todo estaba a punto para su entrada triunfal… Edward tenía razón en que las declaraciones del líder bandolero eran una bravata absurda, destinada solo a envalentonar a los suyos. Tanto Alcico como Ulderico y ella sabían que el objetivo era otro: presionar y amenazar de modo que la “victoria” que Quinto obtendría sobre ellos le ganara también el poder en el sur, poder que permitiría que el “pueblo del bosque y la gente de mar” gozara de la protección de Namisia y Dórida para sus operaciones. Y así jamás temerían a la legión.
 Pero ¿qué le importaba a ella todo eso? Que esa chusma de desplazados creyera que tendría el favor del regente, que hicieran su propia ley o que tendieran lazos con los alanos del Este, como se rumoreaba ya en el campamento ¿qué más daba? Lo importante es que Quinto los comandaba, y que estando entre ellos pronto tendría acceso a él. Eso era lo único que importaba. Pero sintió que una voz gritaba dentro suyo, rebelde contra ese planteamiento ¿era eso lo único que importaba? Pasaron fugaces las caritas de Lope y Madalena, y ella las apartó como a un espectro. Por ellos es que debía verter la sangre de Quinto: así vengaría la que él había derramado, la de su familia y también la del tabernero y su mujer. 
Mas había otra visión que no lograba ahuyentar con su angustiado razonamiento, y que permanecía clavada insistente en su alma. Sí, se cobraría la sangre de Quinto. Pero Edward… ¿compraría la sangre de ese malvado a costa de la del caballero? No… llegado el momento puede que no lo ejecutasen. ¿De qué les servía? No necesitaban su muerte, quizá a Alcico le bastara con tenerlo prisionero. 

Ulf observaba impotente cómo amordazaban a su amigo y lo ataban, al igual que a sus compañeros, a unos árboles en el medio del campamento. Había oído con sorpresa el audaz discurso del jefe bandolero, y se convención de que el tipo había perdido la cabeza. Y si era así, entonces sus amigos corrían inmenso peligro en sus manos, debía salir de allí y traer a Casiano lo antes posible, para evitar el desastre total. No estaban lejos de Urbia, pero necesitaba moverse rápido, más rápido de lo que podía conseguir a pie.

Sentado en el suelo y con sus manos atadas a la cuerda que colgaba de la rama del desnudo fresno, Edward guardaba silencio impotente. Sus compañeros estaban en similares condiciones, pero apartados de él, ya sea por la simple disposición de los árboles, ya sea porque a los maleantes les había parecido divertido el dejarlo solo. Nadie le vigilaba, pues estaban todos demasiado ocupados emborrachándose junto al fuego. Y entonces la vio. Apareció, sigilosa como solo ella podía serlo, como si hubiera brotado de la tierra. Clara traía consigo un trozo de pan y un cuerno de vino.
La chica no dijo nada, y tampoco permitió que sus ojos se topasen con los de él. Simplemente se encuclilló y le quitó la mordaza.
—¿Tanto se preocupa Alcico por sus rehenes, como para enviarte a ti, y con vino?
—No me envía Alcico. Jamás se le ocurriría pensar que los prisioneros necesitan comida, no mientras él mismo está borracho. Esto corre por mi cuenta.
—Clara…
—Shhh. Calla. No soporto el oírte.
El caballero la miró apenado. Seguía sin comprender qué ocurría, y tenía el alma llena de confusión. Ante sí, ella ponía el alimento y la bebida, pero sin mirarle, sus ojos perdidos en la hierba.
—Clara: no puedo comer así.
Las muñecas de Edward colgaban de la cuerda y no podía llevar sus manos a la boca: atado por la cintura al tronco del árbol, no podía levantarse tampoco, para que le quedasen a la altura. 
 La chica alzó el rostro, colorado, y sus miradas se toparon. Fue un instante solo, pues ella volvió a desviar la vista. 
—No… no puedo desatarte. Ya es suficiente peligro el estar aquí, el haberte traído comida.
—¿Peligro…?
—¿No te dije que callaras? Ten. Yo misma te daré el pan. Así tendrás la boca ocupada.
Sin dar tiempo a respuesta alguna, partió un mendrugo y lo llevó a su boca. El caballero no pudo rechazarlo: tenía mucha hambre, y la posición incómoda le tenía agotado. Acercó ella también el vino, y él bebió y se sintió revitalizado.
—Gracias, Clara… ¿crees que también a los muchachos…?
La mirada de la joven lo fulminó, dura.
—Está bien, me callaré.
Continuó la comida, silenciosa. Pero al cabo de unos minutos, percibiendo las luchas, la duda, en cada movimiento de la mujer, Edward volvió a la carga:
—¿Por qué haces esto? —solo el silencio le contestó— Clara, respóndeme. ¿No merezco al menos eso? Siempre creí que estabas con nosotros, a pesar de lo que todos me decían. Y sigo creyéndolo.
—¿Cómo puedes decir eso? —respondió ella, con ojos vidriosos— No me digas ahora que me entiendes. 
—Puede que no. Pero eso no significa que no confiara en ti. Y después de lo que me contaste la última vez, sé… sé que tu preocupación por los niños es sincera. ¿Cómo puedes, entonces, estar con quienes asesinaron a sus padres? ¿Qué esperas sacar de esto?
—Ya lo sabes y no lo entiendes: sangre. ¿Es eso lo que querías escuchar? Pues sí. Pronto obtendré mi venganza, la mía propia y la que merecen Lope y Madalena. Si lo que te preocupa es que esté con Alcico, pierde cuidado: no tengo ningún interés en estos rufianes de poca monta. Solo me interesa la cabeza de Quinto. La obtendré, y luego me iré. 
—¿Y de qué te sirve la venganza? No traerá de vuelta a tu familia, ni revivirá a los padres de Madalena y Lope. El esfuerzo que pones en ella te devora por dentro, y en cambio, en su lugar podrías estar cambiando para bien la vida de muchos, como lo hiciste al salvar a los hijos del tabernero. No manches ahora tus manos con sangre… aún estás a tiempo. 
—Es tarde, mis dagas ya han…
—… defendido inocentes. Incluyéndote a ti misma. He tenido tiempo para pensar ¿sabes? No tengo ni idea de cómo es la vida prisionera en una nave fynnia, pero puedo intentar imaginarla y me estremezco. Pero ahora sería distinto: asesinar a sangre fría…
Sus ojos volvieron a mirarse. Ella guardaba silencio, escrutando los de Edward. Un suspiro hondo, casi un vagido, salió de su pecho. 
—Ay, Edward —musitó— no lo sabes, pero ya intenté una vez matar a un hombre por la espalda… el capitán de mi barco.
—Pero no lo hiciste —interrumpió él con seguridad— Clara, puedo darme cuenta de eso. He estado en la guerra. Quizá soy poco más que un niño, como dice Alcico, pero he visto la brutalidad, he visto el rostro de los que han matado a sangre fría, las caras salvajes de los varnos que en sus correrías frontera adentro asolan pueblos y violan y matan. No hay nada de eso en ti. Clara… aún hay ternura en ti.
—Yo… yo… iba a matarlo. Podía hacerlo, era mío…
—Pero no pudiste.
—Es distinto ahora, Edward. Quinto es el monstruo que lo inició todo. El capitán fynnio era un sanguinario, pero ¿qué más podía hacer? El pueblo de las islas es cruel, y hay piratas a los que no les queda más opción. Pero Quinto… Quinto no tiene motivos para hacer lo que hizo y hace. Merece la muerte.
—Entonces, que la justicia decida…
—¡Ah! De nuevo con lo mismo. Sabía que no debía venir. Esto fue un error. 
Y sin decir más, se levantó, y al hacerlo se volcó lo que quedaba de vino, que manchó con sus tintes rojos la bota de la chica. Molesta, volvió a poner la mordaza en su sitio y recogiendo el cuerno, se largó.

Los caballos estaban en un improvisado corral, en uno de los bordes del campamento. No le costó a Ulf llegar a él desapercibido. A cierta distancia brillaba el fuego de los festejos y se oían las voces de hombres y mujeres, borrachos ya a esa altura de la noche. La ausencia de luna favorecía su intento, y él tenía claro cuál era el destrero que necesitaba: no había un animal tan fuerte y rápido en todo el sur. Sin dilación, abrió el corral y montó en Diamante, negro como la misma noche, que se alegró al reconocer al amigo de su amo. El resto de caballos también habían pertenecido a su tropa y pensó en liberarlos para dejar sin ellos a los bandoleros, pero rechazó esa idea: debía ser discreto y volver a Urbia cuanto antes: la fuga de todos los caballos hacia el bosque sería detectada de inmediato. Sujetó, pues, las crines del azabache, e hincó los tobillos en sus fuertes ancas: Diamante resopló como si oliera la tensión y se lanzó como un rayo hacia la oscuridad. Nadie hubiese podido ver su escape.


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