Día de caza

 


Brillaba el sol sobre la frontera. No hace mucho había amanecido y sus rayos no terminaban aún de disolver el rocío sobre los largos pastizales, que doraban ya en los inicios del verano. Era una mañana deliciosa. El viento acariciaba sus rostros y jugueteaba con los cabellos de Aelis, que parecían aprisionar por momentos la luz del alba. Betrand la miró, pensando para sus adentros que toda la belleza de esos campos no era nada en comparación con la de ella. 
Aelis vio la sonrisa dibujarse en Bertrand e intuyó por su mirada por dónde iban sus pensamientos. Y a pesar de estar segura de conocer la respuesta, lo interrogó con conquetería: las evasivas del joven escudero fueron la causa de que al trinar de las aves se uniera la voz de sus risas.
Cabalgaron un buen trecho, sin distanciarse demasiado del río. Estaban en tierras de los bárbaros varnos, quienes mostraban una hostilidad creciente hacia todos los que venían del otro lado del río. Bertrand había recorrido esos parajes muchas veces, patrullando y enfrentándose ocasionalmente a los salvajes. Él sentía un placer no confesado en vanagloriarse de poder recorrer a sus anchas la frontera, y Aelis se sentía segura junto a él incluso allí. Por lo demás, la peligrosidad del entorno añadía un tinte de aventura a su escapada, que no dejaba de ser emocionante. 
La excusa fueron los halcones: oficialmente, no habían salido sino en partida de caza. Claro que se habían distanciado de los demás. Con la complicidad de su amigo Edward, Bertrand y Aelis habían expoleado los caballos alejándose solos entre los campos, dejando muy atrás la ciudad y al resto del grupo. Ahora, al pie de una colina, desmontaron. Tuvieron cuidado de llevar consigo los halcones y dejarlos volar, pero estaban poco interesados en los vuelos circulares de sus aves de presa. En cambio, subieron la pequeña colina y, sobre los restos de un árbol caído, se sentaron tomados de la mano: ella reposaba de tanto en tanto en su pecho, mientras él contaba sus historias distraídamente. Así los dos se sumergieron en la mutua compañía, viendo pasar la mañana sin estar muy seguros de dónde los llevaba la conversación, sin importarles más cosas que el hecho de estar juntos. Arriba en el cielo, sus halcones dibujaban círculos entrelazados. 



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