Edward o El Caballero Verde, Parte II

La capa de sinople

La capa de sinople


—¡Edward! 
El sol de la mañana acariciaba oblicuo y benigno a la concurrencia que salía de la capilla del castillo de Nedrask. Edward se volvió al escuchar la voz y se alegró su rostro al ver a quién le llamaba:
—¡Edward, aquí! —un muchacho más o menos de su edad, vestido sencillamente como lo haría un campesino, agitaba sus brazos para llamar la atención.
—¡Ulf! ¡Qué haces ahí, so estúpido! Ven aquí, junto a mí, de inmediato.
Dando saltos de alegría, el chico se acercó, mientras la concurrencia le hacía pasar adelante en la procesión. Ambos se abrazaron nada más verse, y riendo reemprendieron el camino, escoltados por la guardia del marqués, que pese a su natural hierático no había querido disimular una sonrisa; y del pueblo y burgo de Nedrask, que se agolpaba a ambos lados del camino que los llevaba desde la capilla al salón del castillo, en el que estaba ya preparada la primera comida en honor del nuevo caballero.
—Felicidades, Edward —le dijo Ulf— sir Edward, quiero decir. Disculpadme, mi señor, creo que no me será fácil habituarme…
—Oh, no seas ridículo, Ulf. Tú no tendrás jamás que llamarme así, ni tratarme de modo distinto al que has hecho siempre. Te has venido conmigo desde Uterra hasta aquí, y no solo me has servido todo este tiempo, como han servido siempre los tuyos a la casa de mi padre, sino que, para mí, has sido también un hermano. Debiste haber estado en la ceremonia, dentro del templo.
—Edward, solo los nobles…
—Estoy seguro de que ni el marqués ni yo hubiésemos puesto peros —le interrumpió, al tiempo que le golpeaba el hombro con cariño.— Pelmazo. Ahora tendrás que sentarte conmigo a la mesa. Y no te permitiré un no: de hecho, te lo ordeno, como caballero y como tu señor. 
—Edward. Cuenta conmigo para eso —replicó riendo; y luego agregó, con tono forzadamente solemne:— para eso y para cuanta comida y banquete necesites que devore…
Rio el joven, y rio también su amigo. Juntos siguieron caminando tras el marqués, que abría el cortejo. 
En el gran salón, como está prescrito por la inmemorial costumbre, sir Edward, espuelas calzadas y espada al cinto, rindió homenaje a quien le había armado caballero. Juró su fidelidad al marqués de Nedrask, obligándose a asistirle con su consejo y con sus armas cuando fuera requerido. Dado que el joven había rehusado recibir títulos de tierra de parte de su maestro, puesto que no quería todavía quedar ligado a territorio alguno, su señor le relevó de las obligaciones feudales, con lo que su situación pasaba a ser la de un caballero libre de vínculos a señores específicos. Acto seguido, todos se sentaron a la mesa y rompieron el ayuno que observaban desde la noche anterior.
Es difícil describir la expansión de emociones que en ese momento tironeaban de sir Edward: el honor de alcanzar uno de sus sueños más queridos, la alegría de ver el rostro duro de su maestro el marqués transfigurado por el orgullo, la nostalgia de la propia familia, lejana físicamente, y que tanto hubiese querido tener junto a sí, las ansias de partir cuanto antes a abrazar a su padre en Uterra, volver a ver a sus hermanos y hermanas… y a tomar de una vez la lanza y abrazar también la aventura: un verdadero revoltijo de sentimientos que, externamente, le hacían parecer indeciso sobre qué atacar primero: si el queso, los huevos, el tocino… una nimiedad, ciertamente, que acabó resolviendo tomándolo todo y bromeando con el bueno de Ulf, que estaba tan ansioso como él.

Al acabar la recepción, y cuando se retiraba ya acompañado de su amigo, la voz del marqués les alcanzó. 
—Ulfbardo, déjanos a sir Edward y a mí solos un momento, por favor. 
—Enseguida, mi señor —respondió el sirviente, y se apartó haciéndole un gesto al amigo, sin que la mueca satírica fuera percibida por nadie más que el mismo Edward, quien tuvo que contener la risa para guardar la compostura. Era un payaso, ese Ulf, no era de sorprenderse que entre los de su familia hubiese varios bardos, y que él se sintiese tan a gusto entre los juglares que a veces pasaban por el burgo de Nedrask.
—¿Qué necesitáis, mi señor?
—Deseo hablaros antes de vuestra partida. ¿Pues aún estáis empeñado en dejar la frontera, no es así?
—Sí, señor. Apenas pueda y tenga vuestra venia.
—La tendréis siempre, Edward. Mucho me aflige, sin embargo, vuestra partida. Sois joven aún, y tenéis mucha vida por delante: si vuestra destreza en las armas sigue creciendo al ritmo que ha demostrado, mucha falta me hará tu brazo aquí en Nedrask. Los clanes varnos siguen intentando incursiones a este lado del río.
—Entiendo lo que decís, mi señor, pero precisamente por eso es que quiero partir: porque soy aún joven y tengo mucha vida por delante. Los ataques de los bárbaros son peligrosos, sí, pero no constantes. El imperio podrá seguir conteniéndolos con vos a la cabeza en este punto, y con la fuerza del ducado de Sarpes, más al norte. Jamás conseguirán establecerse a este lado del De Laid. Si me quedo aquí, significará poca cosa mi ayuda. Y realmente quiero ir allá donde pueda marcar una diferencia, donde sean necesarias mi lanza y mi espada. 
El marqués suspiró, resignado.
—Estáis resuelto, entonces. Decidme ¿tiene esto relación con que no hayáis querido escoger aún blasón para vuestro escudo? Ello ha sido una decisión bastante particular, debo decir.
—Sí. Y ha sido en parte por vos, señor.
—¿Por mí?
—Sí. Hasta ahora he llevado el vuestro, el de Nedrask: el ciervo de plata sobre campo de sinople. Cuando me lo entregasteis, al aceptarme como escudero vuestro, me dijisteis que vuestro escudo sería mi escudo: el blasón, para un caballero, es distinción en la batalla y es más que eso. Me habéis dicho que las armas heráldicas son el propio nombre del guerrero. Hasta ahora, he combatido y entrenado, me he presentado a todos, bajo vuestro nombre, pues era vuestro escudero. Ahora, como caballero, debo tener el propio. Pero pienso que no puedo simplemente escogerlo, si no me lo he ganado antes. Partiré a la aventura, como mi antepasado sir Alfred, y me ganaré un nombre y un honor sirviendo al imperio con mi lanza y mi espada. Cuando me haya hecho un nombre con el que honrar mi sangre, y honraros también a vos, que me armasteis caballero, entonces tendré un blasón que mostrar orgulloso. No antes.
—¡Ah, muchacho! ¿Quién os llenó tanto de ardor juvenil, de ideales de cuento? Me parece que son más abundantes en vos que en lo general de la juventud. Quizá es por eso que combatís tan bien y audazmente. O quizá es que habéis pasado demasiado tiempo en las veladas de invierno con ese amigo de Ulfbardo, Garcilazo, el juglar. O con los otros trotamundos que nos visitan. Bien, yo soy un hombre a la antigua, y lo sabéis. Me conmueve esa convicción vuestra, pero he de advertiros, como última lección que os puedo dar: el mundo allá afuera no es tan heroico ni se rige por esos ideales que tanto cantan los trovadores en sus historias. Quizá no encuentres las aventuras que buscáis, o no como os las imagináis. Sin embargo, debéis verlo vos mismo: en eso concuerdo en que será bueno que dejéis esta ciudad. ¿A dónde pretendéis ir?
—Primero, a Uterra. Quiero presentarme ante mi padre y hermanos, van tres años desde que les dejé. Luego… no lo sé.
—Bien, os daré un último regalo antes del viaje. Y no me digáis que no. Está bien que no queráis elegir escudo aún, pero algo deberéis llevaros de aquí: tengo una buena capa, traída de tela del oriente, teñida de verde. Pienso que ese color puede ser la base de vuestro futuro blasón. El verde, o sinople, es la base del de Nedrask. Así no olvidaréis que fue aquí donde se os concedió la orden de caballería. Eso ya es parte de vuestro nombre, Edward. Llevad pues la capa que os daré, y pintad vuestro escudo también con ese color. Y espero que, cuando nos volvamos a ver, vea yo ya un blasón completo, precedido por tantas historias de los hechos que cumpliréis.
Edward agradeció el regalo del marqués, sin saber qué contestar. Esa tarde, se vistió con la magnífica capa que le regaló, y le pareció que crecía en dignidad ¡nadie hubiese dicho que tenía quince años!

Continúa en "el fénix en el camino".


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