Edward o El Caballero Verde, Parte III
El fénix en el camino
El viaje de Nedrask a Uterra es largo. Podría ser más corto si seguir el curso hacia el suroeste del río De Laid fuese seguro, pero transitar por la frontera, tan cerca de la presencia de los bárbaros del Lago de Cristal, es peligroso. Ello obliga a hacer un rodeo hacia el interior: cruzar la escabrosa región de las Colinas Rocosas, hacia el oeste de Nedrask, y alcanzar el camino imperial que corre al sur, evitando así tener que cruzar los dos brazos de los Macizos Centrales y las Llanuras de Ceniza. El camino se desvía luego de nuevo hacia el este, pasa por la capital imperial, Dáladon, y desde allí ya solo queda una escasa media jornada al sur para entrar en Uterra.
Mientras el sonido de los cascos de sus monturas resonaba por el camino, Edward iba abstraído en estos pensamientos. Algo de razón tenía el marqués en estar preocupado por la frontera, si es que esta no era transitable. Aunque, de todos modos, el borde oeste del Del Laid más al sur de la misma Nedrask era solo una estrecha franja de tierra entre el río y las montañas, escasamente habitada. Quizá por eso mismo el emperador dejaba su defensa a la marca de Nedrask y al ducado de Sarpes, sin involucrar en ello a las poderosas legiones del imperio.
Llevaban ya un par de días de camino cuando embocaron el empedrado imperial. El sol estaba alto en el cielo y quemaba con su ardor. Ulf iba más silencioso que de costumbre, agotado por las jornadas anteriores, lo que daba al caballero más espacio para reflexionar. Cada paso que los acercaba a su patria chica era un nuevo salto en el corazón de sir Edward, que se preguntaba si realmente tendría la fuerza suficiente para dejar su casa una vez más, después de presentarse ante su padre. Pero debía tenerla.
Y entonces, pensó en Ulf. ¿Qué había de él? También había dejado su familia, y no tanto por decisión propia, sino porque lord George, al enviar a su hijo a casa del marqués para entrar bajo su tutela, había considerado que era indigno que no tuviese la compañía de al menos un servidor. Y, sin embargo, su amigo no había dicho una sola palabra al respecto, tan solo se había contentado con escucharle a él y sus ansias por regresar. Quizá no quería volver: sabía el caballero que su amigo estaba a gusto en Nedrask, donde muy pronto se había habituado.
—Eh, Ulf — le dijo— nunca te lo pregunté, pero ¿crees que extrañarás el castillo del marqués?
—¿Qué pregunta es esa, Edward? La marca es un lugar genial. A veces un poco peligrosa, pero eso le da color a la vida. Los juglares acuden con frecuencia para enterarse de nuevas historias que propagar luego aquí en el interior. Puede que la extrañe, sí, aunque no puedo decir que hayan sido años cómodos.
—Pero siempre te vi muy a gusto… y ahora no has dicho nada sobre Uterra, como si no quisieras volver. ¿No extrañas a los tuyos?
—¿Qué pasa por tu cabeza? No entiendo a dónde vas. Claro que echo de menos a mi familia, y también a tus hermanos y a mi señor George. Los míos y los tuyos son para mí la misma cosa, pues soy servidor de tu casa.
—Pero entonces, si te gustaba la marca y también quieres volver a Uterra ¿qué hubieses preferido? ¿Dónde quieres estar?
—¿Me preguntas a mí, porque no sabes tú dónde ir, o qué? Pensaba que no nos quedaríamos mucho tiempo en Uterra, que querías conocer el mundo y esas cosas.
—Sí, sí, aún quiero. Pero no es eso lo que pregunto. ¿Qué es lo que te gustaría a ti?
El amigo guardó un momento de silencio, y Edward pensó que quizá no le había escuchado. Pero entonces, contestó:
—Edward. Esa pregunta no tiene sentido. Mis pasos seguirán tus pasos. Iré donde vayas y volveré donde vuelvas. No seré escudero porque no tengo ni los requisitos ni la habilidad necesarias, pero hemos crecido juntos, amigo mío, y por lo que a mí respecta seguirá siendo así. Me dijiste hace unos días que me considerabas como a un hermano. Pues bien, también yo te estimo así, si me permites el atrevimiento.
Una hermosa melodía interrumpió su conversación: un canto que venía desde el cielo. Levantaron la vista, impresionados, justo a tiempo para ver pasar, con elegancia, un ave de grandes alas y hermoso plumaje, que volaba a media altura. Dio un par de círculos en el aire, sobre ellos. Tenía varias colas doradas que bailoteaban al viento, y un cuello largo y grácil como el de un cisne. Los tonos de sus plumas iban de los rojos al oro. Era de una belleza no solo exótica, sino también extraordinaria. Sin embargo, lo más notable era su armonioso canto, con el que parecía bendecir la tierra. Detuvieron sus cabalgaduras para observar su paso, extasiados. Cuando ya se alejaba hacia el este, Ulf retomó la palabra:
—Nunca había visto un pájaro así…
—Tampoco yo.
—¿Qué crees que sea? Era más grande que un águila.
—Pero ¿no es claro? Es el fénix.
—Bah, Edward, por favor: el fénix es un ave de fuego…
—No, Ulf, no. El fénix nace y renace del fuego, pero no es de fuego.
Su amigo le miró, incrédulo.
—Si quieres, al llegar podemos consultar al druida, él te demostrará que tengo razón.
—Si fuera el fénix, realmente tendríamos que consultar al druida. Y yo estaría preocupado.
—Pero ¿qué dices?
—Pues claro, estas cosas nunca pasan porque sí. Las grandes bestias son pocas y poderosas, y verlas es siempre un presagio. Bueno o malo, solo el druida lo podrá aclarar.
—No seas supersticioso. Si así fuera, el ejército imperial o el caballero dragón estarían siempre “viendo presagios”.
—¡Agh! No entiendes nada de estas cosas. Lo que es presagio es encontrárselas por casualidad. No vale si convives con ellas, como el caballero dragón.
—Tienes razón, Ulf. —le replicó riendo— yo no sé nada sobre supersticiones —y diciendo esto, picó espuelas, seguro de haber molestado a su amigo. Ulf lanzó un grito y se lanzó al galope tras él.
—¡Ya verás, si te llego a alcanzar!
—¡Ja! ¡No lo conseguirías ni aunque mi caballo estuviera cojo!
El día ya tocaba a su fin cuando traspasaban las puertas de Dáladon. Pernoctarían en una posada, para levantarse temprano al día siguiente y llegar a Uterra antes del mediodía. En la ciudad se hablaba de la aparición del fénix, que decían había visitado el palacio imperial, y la gente del pueblo lo tenía por buena noticia. Ulf no dejó de refregárselo en la cara, y Edward se reía de la importancia que daba al asunto: era increíble lo que se podía creer la gente por ahí.
El último trecho del camino fue emocionante para los dos. El verano ya entraba con decisión y comenzaba la época de las cosechas: las suaves colinas estaban como explotando de frutos: los trigales doraban al sol y los manzanos extendían sus ramas cargadas hasta el suelo. Entre las hileras de árboles, los campesinos se afanaban en su labor y el campo parecía lleno de vida y actividad. Aquí y allá corrían muchachillos con las bocas llenas de risas, jugueteando y estorbando el trabajo de los mayores, que sin embargo toleraban con fingida dureza sus juegos. No habían pasado muchos años desde que Edward y Ulf habían sido parte de ese corro de niños, y los recuerdos afloraron de golpe en la medida que se internaban más y más en los campos de su infancia.
Pasaban junto a las viñas que hay cerca del molino, cuando uno de los trabajadores reconoció a los jinetes. La noticia corrió de inmediato: el hijo del señor regresaba. En medio de la alegría y de los saludos de parientes y amigos, ambos embocaron la avenida bordeada de añosos tuliperos que llevaba a la casa solariega de los señores de Uterra. Ahí, delante de las arcadas de vieja piedra franqueadas por higueras, la familia ya se había reunido.
La primera en recibirle fue Aylinne, con un beso en la frente nada más descabalgar, que le hizo sonrojarse.
—Madre, que ya no soy…
—Calla —le replicó ella— que no sean esas tus primeras palabras después de tanto tiempo.
No alcanzó a contestar nada, pues de inmediato se le colgaron al cuello, en un torbellino de risas y gritos, sus dos pequeñas hermanas: Florence, de doce años y Lilian, de diez. Ya estaba: su primera misión, la de entrar con toda la dignidad de su nuevo estatus a la casa paterna, había fracasado. Riendo se dejó desarmar por la inocencia de las niñas, y enfrentó contento el hecho de que allí siempre sería tan solo Edward.
—¡Pero qué grandes están! —Exclamó, luego de alzar por los aires a la más pequeña— ¡Lily! ¡Si ya eres toda una señorita!
—¡Edward! ¿Por qué no me levantas a mí también?
—Oh, Flor, tu ya eres una joven doncella ¿cómo te voy a dar vueltas? Te despeinaría esos cabellos de oro.
La pequeña se rio coqueta y le tomó la mano. Al Levantar la vista vio también a sus hermanos: ahí estaba Olivier, con una amplia sonrisa, esperando detrás de Ethan, que se imponía ya por su gran altura y una barba que hace poco se había dejado crecer. Apenas saludó a ambos se impuso el silencio entre toda la concurrencia que atendía a la escena: Lord George había aparecido bajo el arco de la puerta.
—Padre —le saludó, mientras los hombres del pueblo se descubrían la cabeza— he venido desde la marca de Nedrask, y os traigo los saludos del marqués, quien me hizo la merced de armarme caballero.
—Hijo, bienvenido seáis en casa y bendito el día que me trae estas nuevas. Pasemos adentro —y alzando la voz para que todos oyeran, continuó— ¡hoy será día de fiesta en la villa de Uterra!
La noticia fue ovacionada con sombreros lanzados al aire, mientras la familia traspasaba el pórtico de la vieja casa.
Continúa en "banquetes y presagios".
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