Edward o El Caballero Verde, Parte IV

Banquetes y presagios

Preparativos del banquete


El sol bajaba ya del cielo y las lámparas se encendían sobre el prado, en el que se montaban tarimas y mesas, para el banquete al aire libre que, aprovechando el buen tiempo del estío, los señores de Uterra darían para todo el pequeño villorrio. Entre animadas conversaciones y cotilleos, los criados levantaban las decoraciones, desplegaban lienzos y banderas coloridas y colgaban las lámparas de cordeles trenzados y tendidos sobre la concurrencia. En las mesas se esparcieron flores y los músicos ensayaron en una esquina, dedicando sus notas al sol poniente. 

—Bien, Ulf —le asediaba una criada curiosa— suéltalo ya ¿qué tal estos años en Nedrask? ¿Qué has visto? ¿Son tan terribles los bárbaros? ¿Es grande el castillo? ¿Y el viaje, qué? Y nuestro señor Edward ¿es tan buen espadachín como dicen? ¿Viste batallas? ¿Tuviste miedo? Y la ceremonia de…

—¡Ya, ya, mujer! Que me atosigas. ¿No sabes que las historias nunca se cuentan así? Hay tanto que decir de lo ocurrido en Nedrask que no puedo solo decírtelo a ti, como si fuera un chisme cualquiera. Ya sabes, estas cosas necesitan… público.

—¡Ulfbardo! ¿Tres años fuera y ahora te crees un juglar? ¿Me dirás que también aprendiste a tocar el laúd en este tiempo? Acabarás como el primo Oneldo…

—Oneldo es un gran hombre, dedicado a su audiencia, Bárbara. Orgulloso estoy de ser pariente suyo. Y, a tu pregunta: no, no he aprendido a tocar el laúd. Tan solo la cítara. 

La sonrisa de suficiencia del hablante lo dijo todo. Y así también los ojos de sorpresa de Bárbara. Obviamente, esto era una nueva que no podía dejar pasar.

—¡Oíd todos! —exclamó— ¡Ulfbardo ahora sabe tocar la cítara! ¡Vengan! ¡Qué nos toque algo!

Los preparativos se detuvieron un minuto, desconcertados todos por la noticia.

—¿Qué dice esta, Ulf? ¿Es verdad, y no nos lo habías dicho todavía?

—¿Es que acaso me han preguntado? —se defendió el aludido— ¿Es que no he llegado apenas por la mañana? 

—Ya, ya —interrumpió Bárbara, ansiosa— Ya tienes tu público: menos cháchara y más contarnos todo lo que has visto. 

La concurrencia explotó en carcajadas con la ocurrencia de la chica, que recién se daba cuenta de su inconsistencia.

—Jaja, sí, eso ¡menos parloteo y más hablar! —gritó uno, irónico.

—Es que te pasas Bárbara —aportilló otro.

—¡Pero tiene razón! —apuntó un tercero— ¡cuéntanos de Nedrask! ¡Háblanos del Edward… digo, de sir Edward!

—¡Eso, eso!

—Amigos, amigas, buena gente de Uterra… me encantaría hacerlo, pero me temo que no es apropiado sin la cítara, y resulta que me he dejado la mía en… oh.

No había terminado de pronunciar la excusa cuando uno de los músicos había puesto la propia en sus manos.

—A ver de qué estás hecho, colega —le dijo con una media sonrisa— muéstranos cómo tocan en Nedrask.

—Bien, me temo que yo no soy más que un aficionado, pero si insisten…

—¡Sí, insistimos! —gritó Bárbara, y apoyaron las risas de todos. 

—¡Está bien! Pero que no salga de aquí —nuevas carcajadas, respaldadas por la sonrisa pícara de Ulfbardo, que con toda la escena ya se había apropiado buenamente de la audiencia. Nunca pensó que aplicaría los consejos de Garcilazo, el juglar de Nedrask, tan pronto, ni que serían tan efectivos.

Comenzó pues, por pulsar las cuerdas de la cítara. Un poco inseguro al principio, pues era cierto que no era demasiado virtuoso en ese arte, mas pronto fue entrando en calor. Por lo demás, era un gran narrador, y lo jugoso de las noticias que traía suplían su falta de habilidad con el instrumento. Cuando hubo organizado sus ideas, se aclaró la garganta, y comenzó:

—“No es necesario, amigos, que os recuerde quién es el hijo de Uterra, el que un día dejó esta tierra…”

Uno de los músicos hizo una mueca que Ulf y el público percibieron. Sí, había sido un mal verso. Pero aún le quedaba un truco o dos antes de perder la atención de su audiencia. 

—“En vuestro rostro, amigo, veo la mueca

que mi frágil arte ha dejado

pero espero que al final mi canto venza

y el hecho más que el verso sea recordado:

es mucho lo que debo aún decir

de cuanto Edward allá lejos hubo de cumplir.”

Las gentes de Uterra respondieron con entusiasmo a esa salida, gritando y aplaudiendo. Incluso el músico hubo de sonreír y hacer un gesto de aprobación. No perdió el tiempo Ulf: intensificó las notas de la cítara y reconcentró la atención:

—“Querréis, amigos, que de los bárbaros os cuente,

que os hable de la guerra, que alabe la frontera,

que hable de la vez en que mi señor aseguró un puente

o de sus aventuras protegiendo nuestra tierra.

Mas son tantas las cosas por cantar

que no me decido a por donde empezar”


“¿Queréis oír de su brazo y de su espada? 

Bien joven recibió la orden que en caballero convierte

¿O preferís saber por qué el marqués le amaba?

¿O quizá he de cantar sobre su audacia y su temple?

¿Por dónde he de comenzar?

¡Hay siempre tanto que narrar!”


Las estrellas pronto brillarían en el cielo. Aunque los preparativos para el banquete estaban casi listos, y pronto llegarían los señores y los invitados principales, ninguno de los criados abandonó su puesto para ir a prepararse él mismo. En cambio, comenzó a llegar la gente del pueblo, y la concurrencia aumentó. Ulf los había como hechizado. Los demás músicos se le habían unido, e improvisaban una melodía acorde a sus versos. La historia creció en potencia. Se cantaron las virtudes y las hazañas del nuevo caballero: jovencísimo había dejado la casa paterna, para servir al marqués en la frontera. Eran entonces incesantes las cabalgatas de los varnos, saqueando y quemando, en este lado del De Laid. Edward aprendió a combatir, no con ensayos y fintas, sino acompañando a su maestro a la refriega. Luego del primer año de servicio demostró una audacia asombrosa, en la lucha por asegurar un puente clave que los hombres de la marca habían levantado para poder penetrar en el corazón de las tierras varnas. Nada mal para un muchacho de catorce años, para un paje que así pasó a ser escudero. 

Ulf estaba arrebatado por la inmensa cantidad de atención que estaba recibiendo. Y no notó cuando el propio sir Edward y su hermano Olivier se presentaron en medio del corro. Divertidos por la situación, se apartaron a una esquina de la concurrencia y oyeron la canción.

Las gentes empezaron a lanzar preguntas al intérprete: que si la vida de la frontera esto, que si el marqués aquello, que si había habido alguna doncella en la corte de Nedrask, que si habían visto al líder de los bárbaros… Ulf trataba de contentar a todos lo mejor que podía: la vida esos años fue dura, pero las incursiones varnas habían sido mayormente aplacadas. Ya no había puente sobre el De Laid: se incendió una noche tiempo después y eso había hecho más difíciles y escasos los encuentros. ¿Que si había doncellas? Por supuesto, pero el corazón de Edward estaba demasiado ocupado en las armas para ver sus ojos verdes y azules que le buscaban con deseo (Olivier miró a su hermano, que se sonrojaba involuntariamente); el líder varno ¿hay acaso tal cosa? Los bárbaros son el desorden mismo… ¡desorden como el de esta canción! Callad que pierdo el hilo ¿qué les decía yo?

—“Pasó el tiempo y creció el noble escudero.

En breve espacio el tiempo fue llegado

Y llamole el marqués: fue armado caballero.

Aunque «sir Edward» desde entonces debe ser llamado

nuestro señor no ha querido escoger aún blasón:

no lo hará hasta cumplir una gesta que aquiete su corazón”

Un rumor de asombro recorrió a la muchedumbre ¿por eso no se había presentado el nuevo escudo de su señor, luego de que por la tarde rindiera homenaje a su padre y hermano, declarándose vasallo de ambos? ¿Qué era ese curioso juramento? ¿Por qué no escoger, pudiendo, un blasón grandioso? Tantas gestas como las que habían escuchado hasta ahí ¿y no estaba conforme ese muchacho? La admiración del pueblo, si hubiese podido medirse, crecía a borbotones en ese momento. Los que estaban cerca del caballero se sobresaltaron y apartaron un poco, como si no fuesen dignos de estar a su misma altura. Edward estaba molesto: con un gesto hizo callar a los que estaban a punto de gritar que se encontraba allí y pretendía detener ahora esa función ¿cómo se atrevía Ulfbardo a contar algo tan íntimo, algo que había confiado solo a sus más estrechos amigos? Ahora sería la comidilla de toda la comarca…

Una presión sobre su brazo le contuvo. Se volteó y vio a Olivier. Con la mirada, su hermano menor le disuadió: no era un buen momento.

—No sé qué te ha molestado —le dijo por lo bajo— pero si paras ahora al cantor, esa estrofa quedará marcada a fuego en la memoria de todos.

Olivier tenía razón. Y eso le asombraba todavía más. No porque su hermano no hubiese demostrado otras veces ser muy inteligente, sino porque a sus trece años, en lugar de estar correteando por ahí, estuviese dando consejos atinados. Quizá tenía razón su madre con eso de que iba para druida… o quizá era solo que en su familia los talentos despertaban precozmente ¿no había estado él mismo, a los trece, ya en la retaguardia del marqués?

Volvió a concentrarse el caballero, parecía ser que Ulf llegaba al final de su historia. ¿Estaba acaso narrando el viaje de regreso? ¿Qué interés podía haber en eso? Y entonces lo comprendió todo: Ulfbardo, el inconsciente, había armado toda su historia para llegar a ese punto ¡a ese preciso punto!

—“Cabalgábamos, amigos míos, el corazón en el regreso

cuando por el camino sucedió gran maravilla

mis ojos la vieron: iba yo con él, que no os miento.

Un canto hermoso oímos, como de avecilla

y luego la vimos descender del firmamento

Rojas eran sus plumas, ardientes como el fuego

detuvo su avance, sobre nosotros círculos trazó en el cielo:

sir Edward, os lo juro, la reconoció de inmediato

dijo que era el fénix y no otro el que así nos salió al paso.

Las gentes en Dáladon…”

—¡Basta Ulfbardo, calla ya! Has hablado demasiado —la voz del mismísimo sir Edward cortó el relato y acalló la música. A Ulf casi se le cae la cítara de la impresión, y la multitud guardó silencio choqueada: no esperaban que allí estuviese el caballero.

Pero el silencio duró solo un segundo: de inmediato todos se agolparon en torno a los hijos de lord George, excitada la curiosidad y deseosos de saber más: Edward no había negado los hechos, y su presencia quinceañera no conseguiría amedrentar a esas gentes que le había visto de niño gatear y berrear. Todos querían saber del fénix, y se voceaba que era una señal: de Uterra, de Uterra saldría un caballero grande como los de las baladas, un caballero en busca aún de su destino.

La avalancha de preguntas, de risas y de canciones —los músicos volvieron a tocar, aunque ya no con la voz de Ulf, que había sido fulminado por la mirada de Edward— no se aquietó hasta llegar la figura imponente de lord George, silenciando todo como por encanto.

La velada continuó con normalidad. Sin embargo, la historia del fénix no solo había impresionado al pueblo y a los criados. Olivier quedó pensativo, y aunque ello hubiese podido ser fácilmente achacado a su naturaleza reservada y soñadora, no podía decirse lo mismo del grave señor de Uterra, que ponderaba seriamente si todo ello podía, verdaderamente, ser un presagio. Y de serlo ¿de qué tipo?

Continúa en "Olivier".

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