Edward o El Caballero Verde, Parte X

 

Los bosques del Dáladad y la mirada del grifo

Clara de Ilía



Un día de lluvia, como tantos otros, en lo profundo de los bosques. Una pequeña aldea, tan alejada de todo que era sorprendente que hubiese quien viviera allí. Y Los pocos habitantes de ese punto olvidado del mapa pasaban la tarde en la única taberna, capeando el temporal. 
Unos ojos de acero, al mismo tiempo celestes y centelleantes. Varias miradas que observaban esos ojos, y a su bella dueña de cabellera negra, suspicaces. Los más honestos, solo querían averiguar qué hacía en ese pueblo perdido una mujer como aquella, de gestos decididos y rudos. Los menos honestos solo pensaban en esos ojos eléctricos, en su piel blanca, en sus labios carnosos. Volaron indiscretas algunas palabras de más, y nadie salió en su defensa. Los honestos sospecharon con enfado que estaría en conexión con los rufianes, o que tenía un pasado vergonzante, y por eso se escondía en ese pueblo. A los menos honestos les dieron igual los motivos de la chica: pero bien que notaron que estaba sola.
Uno de los hombres del último grupo se acercó hasta ella. Con desfachatez, le dijo algo al oído. Se oyó una amenaza. Insistió… y el acero refulgió como el silencioso relámpago: el trueno fue el golpe del cuerpo contra el suelo. Roja y brillante, retiró la daga del costado del herido. El alboroto se encendió mientras se llevaban al apuñalado.
Un círculo la rodeaba, amenazante. Levantó sus brazos en posición defensiva: ahora había dos puñales, uno en cada mano, que amedrentaron a esos leñadores desarmados. Se alzaron voces rabiosas, demandando que se fuera. Ella les respondía con su mirada hosca y su silencio: no se iría de allí, y tampoco explicaría sus motivos. 
Trataron de sujetarla: pero la mujer empleaba sus afiladas hojas sin remordimiento y aunque le aprisionaron ya una mano, con seguridad la otra hubiera encontrado su camino hacia las entrañas del agresor, si en ese momento no hubiese aparecido el tabernero. Su voz se impuso y demandó saber lo que ocurría. De nuevo el griterío. Los amigos del herido trataron hacerse oír, pero cuando el nombre del acuchillado llegó a oídos del locatario este se indignó. El tal era un buscapleitos y un libertino, que con frecuencia causaba molestias en el lugar. Dirigiéndose directamente a la mujer, obtuvo de ella la respuesta que esperaba: se había merecido esa puñalada, y quizá se la tenía ganada desde hace tiempo atrás. 
—¡Pero, qué…! —gritó uno furioso— ¿ahora la proteges? ¡Pudo haberlo matado! ¿Qué hace ella aquí, de todos modos? No trabaja los bosques, y no estamos de paso hacia ningún lado.
—No me interesan los motivos de ella, ni de nadie, para pasar por mi taberna. Nadie le ponga un dedo encima: y a callar ya.
Pasado el altercado, el tabernero le ofreció un lugar en su casa, junto a su mujer e hijos. Mientras estuviese con él, le dijo, no tenía nada que temer de la gente del pueblo, por muy maliciosamente que la miraran. Y podía guardarse sus razones; si le ayudaba en la taberna, se quedaría cuanto quisiera. La verdad, casi todos en ese caserío tenían algo que ocultar, de no ser así, estarían en cualquier otro lado. 
Clara agradeció el gesto, y aceptó la protección que le ofrecían.

Sin detenerse ni siquiera para admirar el Obelisco de la Alianza, que se alzaba imponente en medio de un claro del bosque, los cascos de Diamante siguieron adelante hasta que se oyeron en la calle central de Urbia. La llegada de un caballero de lanza y espada provocó todo un revuelo. Sonriendo, Edward y Ulf saludaban a las gentes que se acercaban curiosas, y sin dilación el caballero pidió ser recibido por el corregidor. A Ulf le faltó tiempo para hacer saber a la concurrencia que ese joven montado en esa espléndida cabalgadura había combatido en la frontera contra los varnos. Se supo que venía a poner su acero probado al servicio de Casiano, y fue llevado casi en triunfo hasta él.
Casiano, en cambio, era hombre experimentado y prudente. Y al ver aparecer a ese muchacho, que parecía que tocaba el cielo con tantas alabanzas como las que le rodeaban, no dejó que su mirada se distrajera ni con su brillante lanza, ni con su tajante espada, ni con su brioso corcel, ni con su yelmo impecable, ni con su cota reluciente, ni con su amplia capa. No. Debajo de todo ello, Casiano vio a un muchacho de dieciséis años, de ojos soñadores, aunque fuertes brazos. 
Le recibió, sí: toda ayuda le era necesaria en esos tiempos. Pero no fue el recibimiento que el guerrero se esperaba. Podía ayudar con la guardia del pueblo, le dijo, haciendo rondas en la empalizada por las noches. Pues ¿qué sabía un mozalbete de aquellas intrincadas espesuras en las que pululaban los rufianes?
Al oírlo, Edward pensó para sus adentros que no había hecho el camino hasta allí para terminar de soldado de ronda. Pero antes de que replicara, fue Ulf el que, indignado, habló por él, haciendo saber al corregidor que ese mozalbete había combatido en la frontera contra los salvajes varnos y bien que sabía de las cosas de la guerra y de estrategia más que ninguno en esos bosques: pocos eran sus años, pero en proporción eran muchos los que había pasado con el hierro de las armas entre las manos.
La intervención de Ulf, aunque sincera y desfogada, fue para peor. 
—No había visto antes un caballero que tuviese su propio pregonero —le dijo, con desprecio— habitualmente los juglares cantan las gestas una vez ya conquistada la fama, no antes de eso. Ve, Edward de Uterra, sal de aquí y primero gánate el lugar al que aspiras. Y enséñale a tu amigo a no interrumpir descortésmente una conversación.

No se había equivocado al ir a aquella aldea. Tal y como le adelantó el tabernero, muchos en Odesia tenían un pasado que esconder entre los árboles del bosque. Aunque decir eso fuera también una exageración, pues la mayoría no eran más que leñadores a los que había tocado en suerte nacer en ese lugar, a Clara no le costó trabajo dar con los que un día habían sido forasteros y hoy camuflaban su vida en los afanes forestales.
Y entre esas gentes, que aún la miraban con recelo, llegó finalmente a contactar con quien podría decirle algo sobre los bandoleros que buscaba. No era un contacto directo, sino solo alguien que pudo asegurarle que en la aldea se tejían negocios turbios, de los que por supuesto no le dijo nada. Tendría que pasar todavía un tiempo antes de que pudiese verles cara a cara: desconfiaban de ella. Aunque fuesen muchas sus ansias, de sobra sabía que debía esperar. Al fin y al cabo, los salteadores de caminos no eran sino piratas de tierra, siempre recelosos de un aparecido, más si olían una posible amenaza. Y ella había dejado claro el primer día de su llegada que era mujer de armas tomar. Literalmente.
Ocupó, entonces, sus días ayudando en la taberna, con lo que además se mantenía al tanto de todo lo que pasaba en el pueblo y en los bosques en que trabajaban los lugareños. Llegó a ser una figura familiar para ellos, aunque inquietante por el misterio que la rodeaba, al que contribuía también con su mutismo. 
Pese a ello, el tabernero y su mujer empezaron a encariñarse con la joven. No es que supieran mucho más de ella que los demás, pero veían lo que los otros no: la ternura de su alma, que salía a relucir raramente, y solo cuando creía que estaba a salvo de miradas extrañas. Sin embargo, ante los pequeños Lope y Madalena, los hijos del tabernero, Clara simplemente se derretía. Algo dulcificaba su rostro en esos momentos, frente a esos niños que la habían amado desde el primer día. Quizá al principio para ellos no había sido más que una curiosa entretención, pero con el tiempo se había transformado en una especie de hermana mayor.
El tabernero y su mujer lo sabían de boca de los niños, que les repetían con entusiasmo las historias de pescadores y de barcos que ella les contaba, para divertirles, por las mañanas cuando el trabajo en la taberna era menos intenso. ¿Cómo una persona así podía, al mismo tiempo, ser tan hosca al mundo exterior? La mujer del tabernero intuía una historia dura, pero no conseguía aún que la joven se la confiara. Ya llegaría el momento: por ahora, en su mano solo estaba parar las habladurías pues ¿cómo podía ser mala, como decían algunos, cuando ella veía cómo la inocencia de los niños se le rendía?
Por su parte, Clara mantenía un oído atento. No a los chismorreos que en el pueblo corrían sobre ella, que le tenían sin cuidado, sino a las noticias de los asaltos en los caminos y del robo de maderas. También, a todo lo que se dijera sobre Casiano y sus hombres. Algunos en la aldea eran de la idea de pedir la ayuda del corregidor de Urbia, por muy lejos que estuviesen de ese lugar. Sin embargo, había también quienes se oponían: algunos por el orgullo tonto de que podían defenderse por sí mismos, otros… otros no lo decían, pero Clara estaba segura de sus conexiones con Alcico, a quien las operaciones del corregidor podían estropear los planes.
Y más allá de eso, la joven veía cada vez más nítido el mismo patrón de conducta de hace tantos años atrás, cuando los fynnios saqueaban la costa de Iliria con el apoyo oculto de Quinto y en contra de los esfuerzos de su padre y demás lugareños por defenderse. Pasado el tiempo y cuando estuvo segura de quiénes eran los que ayudaban en el pueblo las movidas de los bandoleros, se decidió a encarar a uno en privado. Efectivamente, consiguió sonsacarle su vinculación a los rufianes, pero no logró confirmar la conexión entre estos y Quinto. Por mucho que indagó, se dio cuenta que en realidad nadie sabía dónde estaba Alcico y el núcleo duro de sus hombres, mucho menos si el forajido obedecía o no a los comandos de un poder en las sombras. 
Creyendo que aquello lo podría obtener de alguno de los salteadores, consiguió que se arreglara en el bosque una reunión con uno de los cabecillas de la zona. Sin embargo, fue grande la desilusión al percatarse que ni siquiera ese asaltante de caminos tenía idea clara de dónde podía estar su jefe. O no se lo quiso decir. El único resultado de toda la maniobra fue el lograr entrar dentro del círculo en que se compartía la información que consideraba valiosa. Pero estaba claro que tendría que escalar mucho más alto en los rangos de los sin ley si quería llegar hasta Alcico, y desenmascarar su complicidad con Quinto.

Edward salió de la presencia de Casiano rodeado de murmullos y con el alma irritada. Mudo, su mirada iba sombría y fija en el camino delante de sí, para no toparse con el rostro de Ulf que caminaba nervioso junto a él, las manos retorciendo sus dedos.
—Edward…
—No es el momento, Ulf. 
—Pero…
—¿Es que no has hablado ya suficiente, Ulf? —gritó rojo el caballero— ¡Si sólo supieras cuándo callar y cuándo hablar, en lugar de tu cháchara incesante!
La cara de su amigo se contrajo, acusando el golpe de sus palabras. Las excusas murieron en su garganta antes de salir, por primera vez la boca abierta sin sonido. El caballero se arrepintió de inmediato, pero no añadió disculpa alguna. En su lugar, notó extrañado el silencio: ¿en qué momento habían cesado los murmullos de las gentes? Y entonces, vio que Ulf le hacía una seña indicando algo delante.
Levantó la cabeza. Unos ojos de oro, enormes y salvajes, interceptaron su mirada. Pensó de inmediato en un águila enorme y blanca, pero aun sin quitar su vista de aquellos dos discos, brillantes como el sol, supo que la criatura no era solo águila. La sorpresa fue dando paso al estupor, y finalmente reaccionó llevando la mano al pomo de su espada cuando percibió que la bestia se le acercaba con sus pasos aleonados. 
Al ver el gesto, levantó sus largas orejas como de lince, atento, y batió sus alas. Siguieron escrutándose. Edward respiró profundo y decidido. Era enorme: su cabeza se levantaba a dos veces la estatura de un hombre. Su plumaje era cándido como la nieve, moteado de plumas negras. Su pico era curvo y afilado como la hoja de su propia espada. Sus patas delanteras eran de ave rapaz, y sus alas enormes. La otra mitad de su cuerpo era la de un gran león blanco, con garras fuertes y larga cola. Solo había visto algo así en escudos y banderas, y recordaba que los alanos de las Llanuras Salvajes le tenían por emblema.
—Si acaso puedes hablar —bramó Edward, para asombro de todos— dime qué es lo que quieres de mí, oh grifo.
La respuesta fue un centellear de sus ojos y el grito del águila. 
—Quiere saber quién eres, y qué haces en estos bosques.
La voz vino desde detrás de la bestia, y la gente le abrió paso a una figura encapotada, que avanzaba con su báculo al frente. 
—Por cierto —dijo el druida— me has sorprendido. No había visto nadie que sostuviera la mirada de Setari, salvo Casiano, y Theleas el Audaz.
—¿Setari? ¿Ese es su nombre? 
—Sí. Y se necesita un corazón valiente para parársele delante. Setari es uno de los últimos grifos de las Llanuras Salvajes. 
Edward volvió a observar a la bestia. Le pareció majestuosa y a un mismo tiempo terrible, como si de un segundo a otro fuese a saltarle encima. Sus ojos de águila seguían escrutándole, y sumergirse en sus iris era como zambullirse en un vasto mar de oro, en una pradera interminable, como las llanuras de las que venían los grifos, en las que cazaban caballos salvajes.
—Pues he venido —declaró el caballero, hablando al grifo— porque quisiera ser de ayuda. Sé que estos bosques están asolados por rufianes, y que el corregidor es el único que parece dispuesto a hacer algo al respecto. Sin embargo —agregó, dirigiéndose al druida, cuyo rostro estaba todavía medio oculto por su capucha— me temo que no me fue muy bien con el señor de Urbia.
—Casiano puede ser duro, pero es un hombre de ánimo valeroso. Ya dije antes que ha sostenido la mirada del grifo. Llegarán a entenderse: me alegro de que hayas venido a nuestro pueblo. 
—¿Cómo es que el corregidor de un lugar como este… —Edward se detuvo a tiempo para darse cuenta de que la conversación era escuchada por todo el mundo: no era el momento de herir orgullos locales —digo, de un lugar apartado como Urbia, tiene la protección de una bestia? En general, no están al servicio de nadie y, si algo, están junto a los reyes y al emperador, en Dáladon, o con otros grandes señores. Solo el caballero dragón puede decir que las comanda.
—Setari cuida de Casiano desde que era un muchacho. No sé decir por qué. Pero su presencia aquí es suficiente como para que ningún rufián se atreva a nada serio en Urbia, y el corregidor quiere extender esa protección a las demás aldeas.
Un gruñido del grifo, que rascaba con sus agudas garras el suelo, llamó la atención de todos. El druida se volvió hacia la bestia y, entendiendo, se dirigió de nuevo al caballero:
—Es cierto. Aún no nos dices quién eres. 
—Mi nombre es sir Edward. Vengo de Uterra.
—¿Sir? No pensaba que tuvieras muchos años.
—No los tengo. He cumplido hace poco los diez y seis. Sin embargo, he servido en la frontera, junto al marqués de Nedrask, luchando contra los varnos. Mi señor tuvo a bien armarme caballero, y yo he querido servir con mi acero allí donde viese más necesidad. Me enteré de los problemas del sur, e iba de camino a presentarme al barón de Aucus, lord Geoffrey, cuando supe de los esfuerzos de Casiano. Y decidí venir aquí.
—Bendito sea el Creador: la mirada del grifo no se equivoca. No te preocupes por el corregidor, antes o después notará tu valor y trabajarán juntos, de eso no hay duda. Necesitaremos corazones como el tuyo cuando las cosas se compliquen.
—¿Perdón? ¿Tan grave es la amenaza de Alcico? 
El otro bajó la voz antes de contestar, de modo que solo le oyó sir Edward, y Ulf, que estaba junto a él.
—No es Alcico mi preocupación. Últimamente lo he visto claro: se aproximan tiempos tenebrosos. La oscuridad crece, no solo en el bosque, sino también en las almas de muchos, que debieran ser luz. Conozco a los señores del sur, he estado con ellos. No sostendrían la mirada de Setari. 
Dicho esto, el druida hizo un gesto y comenzó a retirarse, seguido del grifo. Edward y Ulf estaban atónitos, y tardaron unos segundos en reaccionar.
—¡Eh! ¡Espera! ¿Qué significa eso? —gritó Ulf— ¡no puedes marcharte sin explicarlo!
Edward golpeó con el codo a su compañero y le fulminó con una mirada que demandaba respeto para con el druida.
—Al menos dadnos vuestro nombre —añadió el caballero. Volteándose, el druida se quitó la capucha para contestar. Era un hombre de mediana edad, enjuto y de ojos penetrantes y grises. 
—Mi nombre es Odlán. Bienvenido a Urbia, caballero.

Continúa en "El desafío"


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