Edward o el Caballero Verde, Parte XIII

El águila tricéfala





Los cascos de Diamante resonaban entre los árboles, y habían llegado a ser un verdadero fastidio para Alcico y los suyos. El acero del caballero guiaba como una tea refulgente a los bravos que le seguían en la espesura. Casiano, por su parte, sabía a dónde enviarlos, respondiendo a las llamadas de auxilio de las distintas aldeas del interior. A pesar de todo, las fechorías continuaban, y mientras se restablecía la justicia en un lugar, un nuevo ataque ocurría en otro. El señor de Dórida seguía lejos, en la capital, y el regente de Namisia se hacía cargo de ambos lugares, sin demostrar demasiado interés por la anarquía de los bosques: mientras las ciudades tuvieran calma, parecía no importarle la suerte de las aldeas.

Pasaba el tiempo y los nombres de Casiano, asociado al de Edward, como señor y como caballero, se hacían más y más populares en la región. El que la importancia de Urbia fuera apenas un poco mayor que la de los poblados que defendían era un dato irrelevante para quienes cantaban, junto al fuego, los hechos de esos dos valientes, comparándolos a los de las baladas antiguas.

Odlán había tenido razón: ambos terminaron por conocerse bien. Se veían poco, pues Edward estaba la mayor parte del tiempo con su leal mesnada entre los árboles, mientras Casiano se mantenía en Urbia, atento a los movimientos que su red de informantes le hacía llegar, y a las peticiones de ayuda de los caseríos. Pero oían bastante el uno del otro: eso bastaba para la estima mutua.

Aún así, la guarida de los rufianes seguía escabulléndoseles, y era evidente que no habían conseguido evitar que estos se enriquecieran a través del comercio ilícito de lo que saqueaban. Nada había logrado conducirles hasta Alcico, cuyo nombre también era ahora legendario, aunque entre los sin ley. Y eso era lo preocupante: cualquiera que tuviese problemas con el orden del Imperio acababa por engrosar las líneas de ese malhechor: y con la cruenta campaña que el barón de Aucus estaba dando en el mar en contra de los piratas, no faltaban los desplazados y los viejos bucaneros que corrían al refugio de los bosques. 

Pese a todo, Edward estaba optimista: habían sido meses arduos, un año, incluso, largo, pero hoy estaba más cerca que ayer de lograr que la bandera del águila de tres cabezas, el emblema del Imperio de Dáladon, brillara con toda su justicia también entre las gentes de la selva, y no solo para quienes habitaban las ciudades. Casiano y él lograrían que el ideal imperial fuese realidad en esos bosques.


El Imperio estaba corrupto desde dentro, y no era más que un cadáver de lo que fue. Clara estaba convencida. Lo estaba desde hace años, cuando en su oscuro cuchitril en la panza de una nave fynnia había perdido toda esperanza. Pero ahora, viviendo entre esos forajidos del bosque, había llegado también a persuadirse de que además era un cadáver que convenía enterrar y olvidar.

Llevaba meses entre ellos. Algunos la estimaban, y otros seguían desconfiando: nada nuevo, pues el recelo era lo habitual allí. Por algún motivo, los novatos tendían a acercársele, a veces tímidamente, a veces haciendo bravatas. Ella, fiel a su carácter huraño, simplemente escuchaba. No le interesaban para nada las desventuras de esos compañeros circunstanciales, pero acabó por darse cuenta de que ellos, en cambio, sí que necesitaban un oído que estuviese ligado a una boca tan cerrada como la suya. Así fue como, a su pesar, terminó palpando la vida y las heridas de esos bandoleros: en muchos casos, vidas miserables como la propia. Ninguno de ellos había sentido el abrazo de una nación que se autoproclamaba defensa de los débiles, adalid de la justicia. Un Imperio que ahora les hacía la guerra en nombre de los pobres a los que ellos asolaban, pero ¿dónde había estado el águila tricéfala cuando ellos la necesitaron, antes de volverse asaltantes de caminos?

Sin embargo, el águila aparentemente había decidido, por fin, alzar el vuelo contra ellos. Todo se les había complicado desde que el corregidor de Urbia tomara más iniciativa en la zona, desde que llegara ese caballero del que todos hablaban. Pero aún así, sobrevivían, un paso por delante.

Aquello era lo que más maravillaba a Clara de todo: el que consiguieran siempre evadir las redes de Casiano y del caballero de Uterra. Cierto, alguna vez una banda había sido apresada, o un campamento tomado, pero nunca habían conseguido nada que comprometiera significativamente sus operaciones. Ello, a pesar de que el enemigo contaba con redes de información cada vez más amplias, en la medida en que crecía el prestigio del líder de las milicias de Urbia. En Odesia, por ejemplo, era seguro que el buen tabernero que la refugió estaría pasando información al corregidor: era imposible que no hubiese ya notado los movimientos que hacían por la zona.

Y pese a todo, los bandoleros seguían siendo fantasmas en el bosque. Atrapar a uno no ayudaba en nada, pues los distintos campamentos estaban siempre en movimiento, e incomunicados entre sí. Clara no sabía nada sobre el número total de rufianes, ni dónde estaban los que no eran de su partida, ni que tan arriba o abajo estaba su propio líder en la organización y, obviamente, ni idea de dónde estaba Alcico ni quien reportaba a él. Todo era un misterio. Y, sin embargo, los ataques bien coordinados, los objetivos cuidadosamente elegidos y las retiradas a tiempo demostraban una mente detrás: todos decían que Alcico era un genio, pero a Clara le parecía evidente que debía tener ayuda e información de fuera de los bosques, de alguien poderoso. Alguien como Quinto. Solo debía descubrir cómo es que se comunicaban entre sí, y llegaría por fin a las cabezas.


—¿Qué ocurre, Ulf? —preguntó Edward— Has estado callado hoy.

Acampaban con sus hombres junto al imponente Obelisco de la Alianza. Llevaban ya unas semanas ahí, y había llegado a serles familiar esa prominente mole de piedra, que señalaba el que se creía era el lugar exacto en que los reyes de los pueblos se unieron para hacer frente a las grandes bestias, hace milenios. Alrededor del hito, se abría un gran claro cercado por los bosques más espesos del sur, de árboles centenarios que levantaban sus frondas al cielo.

—Oh, no es nada. Simplemente el lugar: sobrecoge estar aquí, donde se pusieron los cimientos del Imperio, donde comenzaron todas las historias. Si estos árboles hablaran, si el Obelisco estuviese vivo: aquí fue donde la humanidad lanzó su grito de libertad, su desafío a las bestias que la perseguían; aquí fue donde los pueblos exigieron su lugar en el mundo y dieron cara a una guerra que no podían ganar: aquí fue donde el coraje de los turdetanos, arvernos y longobardos, únicas naciones que se rebelaron a la tiranía de los monstruos, conmovió a las bestias que se cambiaron de bando. Y aquí fue donde los primeros druidas tuvieron su sueño místico, transportados más allá de las Montañas Impenetrables, vieron el Sagrado Árbol, bebieron de la fuente de sus raíces y oyeron la canción del Creador. No tendría ningún tipo de sensibilidad si no me diera escalofríos el acampar aquí.

—Y, sin embargo, llevamos dos semanas aquí, y solo hoy te he visto con esa cara, Ulf. 

Su amigo gruñó un poco, fastidiado de ser tan transparente para el caballero. Aunque se consoló al pensar que también Edward era para él un libro abierto: nunca conseguirían ocultarse nada el uno al otro.

—Dos semanas aquí, Edward, y más de un año en la espesura, marchando y combatiendo. Es increíble cómo todos se han hecho mejores guerreros…

—Estás esquivando el punto, Ulf. 

—Bien, bien. Sí. —suspiró— No es solo el estar aquí. Esta mañana, sentado mientras afinaba mi cítara, oyendo el rumor que hacía el viento entre las copas… me vas a decir que poetizo de más, pero estos detalles son importantes. Mientras oía el viento, con la brisa me entró una sensación como de angustia, o de nostalgia. Edward ¿no lo has pensado? Aquí comenzó todo. Aquí están los primeros pasos renqueantes de lo que hoy es la cabeza de la civilización, los primeros saltitos ingenuos del águila tricéfala. Y, a pesar de ello, no solo los bosques, sino toda esta región, desde la linde norte de la selva hasta el pantano que se hunde en el mar, está como… abandonada. ¿No te parece a ti? Uterra no es una gran villa, pero es de seguro más próspera que las aldeas que defendemos. Y Namisia y Dórida, ciudades en las que hemos estado… pues no las estimo yo mayores que Nedrask, y ambos sabemos que el marquesado de la frontera no es mucho más que un burgo con su castillo. Es como si, después de todo, Dáladon se hubiese olvidado del sur. Como si nuestro Imperio no llevara el nombre del río que alimenta esta espesura. Y, no sé, Edward, creo que hasta el bosque mismo se lamenta de ese olvido. ¿Tolerarían acaso los reyes las fechorías que estamos combatiendo, si ocurrieran más al norte?

Su amigo se le quedó mirando, en silencio. Sin saber muy bien qué contestar, se sentó junto a él. Luego de un rato en que ambos contemplaron las copas de los árboles, se decidió a hablar:

—Quizá tengas razón, Ulf. La vida aquí es ruda, un poco al modo en que es ruda también en la frontera, en el marquesado. Pero lo importante es que, al igual que allí, aquí también hay quienes están dispuestos, a pesar de las dificultades, a seguir alzando el ideal de justicia que fue la causa por la que se fundó la Alianza y luego el Imperio. Si Dáladon se olvidó de esta región, no la hemos olvidado nosotros, en cambio, ni ninguno de los que están con nosotros: y todos somos daladonenses. Con lo que, al final, aunque no sea con la gloria y la pompa, creo que el águila tricéfala nunca ha dejado estos bosques. Vamos, hay mucho que hemos de hacer aún, para consolar ese lamento que dices haber oído: es el sur que gime por justicia.

—¿“el gemido del sur”? Oh, después de esto, Edward, no podrás nunca más echarme en cara el ser demasiado poeta.


Calidia era una ciudad y fortaleza que se erigía orgullosa sobre una peña, en el punto más alto de la lengua de roca que se interna en el mar de Ansa, que entremezcla sus aguas con el pantano que rodea la plaza fuerte, en el delta del Dáladad. Así, como si dominaran a las aguas, suspendidos entre el pantano y el cielo, se alzaban desafiantes sus torreones blancos a cuyo amparo se acogían las naves del puerto, balanceándose en el oleaje. Calidia era llamada la Joya del Sur. Y lo era, en realidad. Desde allí, el gobernador debía velar por los intereses del emperador, y asegurar que toda la región gozara de la paz y el orden que representaba Dáladon.

Pero a lord Geoffrey, barón de Aucus y gobernador por voluntad de su majestad imperial, le estaba resultando difícil la tarea. Apenas llegó al cargo, pensó que su principal tarea serían los piratas fynnios, a quienes ya había combatido antes, en Iliria. Sin tardar un segundo, se lanzó en persecución de esos sin ley, pero la empresa resultó tan difícil como arar el mar. Pero poco a poco, y después de años de esfuerzo, iba consiguiendo acorralar a los piratas y hacer más seguras las rutas para las naves que cargaban el hierro desde las islas.

Claro que ese no era el principal problema del barón, como él hubiese pensado en un inicio. No: la principal dificultad en el gobierno de esa provincia estaba en la política, una actividad para la que creía no estar especialmente dotado. Había sido así desde el comienzo mismo de su cargo, pues el lugar que ocupaba fue primero ambicionado por el duque de Vaneja: la decepción de su antiguo señor, cuando supo que sus pretensiones sobre la provincia se esfumaban, se transformó en abierta hostilidad, como si Geoffrey le hubiese traicionado. Nada más lejos de eso: el barón había sido el brazo armado del duque en el mar, y bien que le hubiera servido el apoyo de un señor poderoso como él para terminar lo que juntos habían comenzado contra los piratas fynnios. Pero ya se veía que, frustradas sus pretensiones de poder, el duque había perdido toda motivación por la empresa bélica.

Como si fuera poco, la indiferencia de Vaneja no era el menor de sus problemas políticos. A eso se sumaba la prematura muerte, sin descendencia, del señor de Namisia. Un regente había sido nombrado, hermano de Marcus, señor de Dórida. Y este último bien pronto se había marchado a Dáladon, a tratar de conseguir que Quinto fuese confirmado en el cargo, dando a su familia, de estirpe antigua aunque venida a menos, la posición preponderante que creían merecer.

A ojos de lord Geoffrey, todos codiciaban su puesto, menos él mismo. Y, sin embargo, no podía dejarlo: quizá no era un político sagaz, pero tenía el suficiente buen sentido como para darse cuenta de que ninguno de esos señoritos se interesaba un ápice en el verdadero gobierno de esa tierra. Solo querían el honor y el poder. Los bosques se llenaban de bandoleros, y Quinto bostezaba perezosamente, aludiendo a que no tenía fuerzas para devolver el orden a los bosques. Pero un mero corregidor de un poblado rural estaba demostrando lo contrario: fuerzas había, lo que no había era voluntad. Si no fuera por los piratas, el barón hubiera ya arrasado con esos rufianes. Y al decir rufianes incluía a Quinto.

Sí, pues Quinto estaba seguramente detrás de todo. No había podido probarlo, pero ese ricohombre también resultó estar sospechosamente vinculado a las expediciones fynnias en Iliria ¿y ahora volvía a topárselo aquí, coincidiendo con un florecer de bandoleros? Para el militar era claro como el agua. Es por ello que se había opuesto a que fuese nombrado señor en Namisia. Ser demasiado frontal en esto había sido su primer error político. De inmediato su hermano Marcus había marchado a Dáladon, para obtener de los reyes y el emperador lo que no conseguía del gobernador. Y él, enemistado con el duque de Vaneja, no tenía ya línea directa con la corte. No podía ir él mismo a la capital, y dejar a sus anchas a los piratas en el mar de Ansa y, de facto, el sur en manos de Quinto. 

Lo quisiera o no, Geoffrey de Aucus era un recién llegado a la nobleza del Imperio, con una familia que llevaba pocas generaciones a la cabeza de la baronía de Aucus, una provincia sin mayor importancia en el curso alto del Dáladad, junto a las montañas. Marcus y Quinto podían ser apenas unos hidalgos con ínfulas de grandeza, pero su sangre se rastreaba siglos atrás en las genealogías imperiales, y la sangre valía de mucho en la corte. Por ello, mientras el hermano mayor estuviese lamiendo los oídos del emperador, no podía abiertamente enfrentarse a Quinto, si quería conservar su lugar. 

De ahí que la aparición del corregidor de Urbia y las noticias del caballero de Uterra fueran como una bendición para el barón. Si conseguían su cometido, esos dos serían ciertamente héroes en la provincia. Y nada gustaba más en la corte que las historias heroicas, su propio nombramiento como gobernador por encima de otros con más derecho de sangre era la prueba de ello. Casiano muy naturalmente era su candidato para el señorío de Namisia, y apoyarlo era a un mismo tiempo disminuir la influencia de Quinto y Marcus.

Un informe llegó en ese momento a su mesa: sus navegantes afirmaban haber encontrado la guarida de los piratas. Geoffrey sonrió: ahora era cuestión de tiempo.


Continúa en "Ulderico"


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