Edward o El Caballero Verde, Parte XXI

La canción de Argos.



Los dedos del artista pulsaron la cítara, y junto con ella, resonaron las fibras del alma de los oyentes. Las sillas se acomodaron de cara al cantor, al tiempo que las gentes se apretujaban, de pie, sentados, o como fuera, para verle mejor. Comenzaba la Canción de Argos. Sonó la voz de Ulfbardo:


Oiréis ahora     si queréis escucharme

de vientos violentos     cargados de espada

De un tiempo pasado     de discordias armadas:

Cuando ambiciosos señores     la unión desgarraban

Para conseguir de poder     mísera tajada.

Levaron las manos     de hierro cargadas

Contra las tres coronas     en amenaza descarada.


Fuerte quebranto     hubo entre arvernos

duros días     en la raza turdetana

Mas en favor de ambos reinos     levantose una espada

La de Vigencio el soberano     de la nación longobarda

Que imperó con gloria     en la dura batalla

Y para siempre     la unión dejó garantizada


Desde ese día en Dáladon     se sienta un emperador

El que solía ser de los longobardos     el rey batallador

Y el Reino de las Tres Coronas     se hizo Imperio tres veces coronado

Pues los reyes junto al emperador     unidos desde entonces han gobernado.


Pero las lenguas     de serpientes ponzoñosas

Quisieron empañar     la gesta gloriosa

Aquellos que por el acero     vencidos lloran

Mentiras levantan,     la verdad deforman:

Dijeron: “Vigencio rey     el poder amontona

Quiere el soberano     tener la única corona

Y pronto a los otros pueblos     oprimirá en las sombras”


Entonces el emperador     que con los reyes gobierna

Las cortes reúne,     consejo celebra

“Decidme, señores,     con palabras certeras

Pues nuestros enemigos     pronuncian embusteras”

Levantose Odelia,     sabia consejera,

Mujer excepcional     de antigua estirpe arverna.

Habló con sabiduría     que la memoria hoy festeja:

“Recuerda, oh rey,     que en Dáladon imperas

La historia de los pueblos     que hoy con los reyes gobiernas

Cuando las bestias monstruosas     a los hombres persiguieran

Y sus garras     sobre todos se cernieran

Hubo tres naciones     que les hicieron la guerra

Arvernos, longobardos y turdetanos     la Alianza cierran

Y ayudados por el Creador     resisten a las bestias abyectas.

Desde entonces los tres pueblos     en uno solo se mezclan:

Tan solo entre nobles     las diferencias restan.

Tres coronas tiene Dáladon     mas el alma es una

Derrotados están     los que hoy murmuran

Si sigues hoy, señor,     mi palabra sesuda:

La unidad     a vista de todos festeja

Mas no la que con tu espada     hoy nos aúna.

Vuelve tus ojos     a la batalla primera

Que con fuerza brutal     la Alianza venciera.

Que vean las gentes     que de igual manera

Hoy con vos y los reyes     la unión se asegura

Así si el enemigo pretende     alzar contra vos sucia pugna

Nadie le seguirá: será su ruina     y nuestra fortuna”


Gustó a los reyes el consejo     y se mandó alzar un obelisco

Allí donde siglos antes     los pueblos formaron un único aprisco.


Se alargaba la canción y aún no aparecía Argos. El tema era conocido para sir Edward: ese inicio, ligado al surgimiento del emperador Vigencio, resonaba en él de modo especial, pues la suerte y auge de esa corona a la dignidad imperial estaba también vinculada a su más ilustre ancestro, sir Alfred, el caballero que fue la mano diestra del rey longobardo. Supuso que su amigo extendía el proemio de la canción misma para hacerle un guiño y subirle el decaído ánimo. Pero no lo estaba logrando; al contrario, si la canción hablaba de señores que conspiraban contra el Reino de las Tres Coronas, hubo por entonces reyes que se les pararon en frente para que prevaleciera la justicia. En cambio, ahora, tenía la amarga impresión de que los reyes no hacían gran cosa contra el poder de los señores ambiciosos, y que mas bien prestaban oídos a lenguas viperinas antes que darles el merecido mentís.


Dardán y Ulderico la observaban mientras se incorporaba con dificultad. Por el rabillo del ojo vio que otros más estaban cerca, a prudente distancia entre los árboles. Nunca había lamentado tanto estar sin sus puñales ¿qué se le había metido en la cabeza, cuando al volver de la expedición quiso vestirse así, como una señorita? Ahora lo pagaría caro, si es que su astucia no le ayudaba a salir de ese trance.

—¿Qué es lo que quieren? —les interpeló desafiante— ¿por qué me han traído hasta aquí, así? Ya nos hemos reunido otras veces, Dardán, sin que fuera necesaria esta ridiculez.

—Tú dínoslo, mocosa —le respondió el bandido— ¿no estabas acaso en contacto con el mismo Alcico? Si es así, creo que habrá cosas que querrás conversar con nuestro amigo, el juglar Ulderico.

Clara tragó saliva, nerviosa, mientras lanzaba una ojeada al músico, que le sonreía. ¿Qué tanto habrían ya hablado él y Dardán? ¿Qué le habría comentado el flautista, de su último encuentro? Sin embargo, pensó, Ulderico no sabía nada de ella que la pudiera incriminar contra los bandidos. Él no conocía sus motivos, ni alcanzó a enterarse de por qué buscaba a Quinto. Bien podría ser ella otra agente más de Alcico, no era seguro que estuviesen todos comunicados entre sí. Podía aún extender la farsa: era arriesgado, pero si seguía viva es porque esos dos aún no estaban seguros respecto de quién era o no era.

—No tengo nada que decirles. Más bien ustedes son los que lamentarán haberme tratado así.

—¿Y todavía amenazas? ¿No ves que no te sirve de nada tu lengua mentirosa? Ulderico me ha dicho que no te dio ninguna orden de parte de Alcico. Asesinaste al jefe, y pagarás por ello.

—¿Y tú de dónde sacaste que fue Ulderico quien me pasó esa información? —y mirando al juglar continuó— ¿no le habrás hecho creer a este bruto que eres el único que recorre los bosques con mensajes del jefe, cierto?

Al ser interpelado, Ulderico titubeó antes de contestar, hesitación que no pasó inadvertida a Dardán:

—Yo… yo jamás he dicho eso. ¿Quién podría creerlo?

Clara volvió a la carga, antes de que salieran de su momentáneo pasmo:

—Díganme ahora ¿qué es lo que quieren? No me trajeron aquí para charlar, y yo aún tengo cosas que hacer. El asunto debe ser de importancia, si está el juglar aquí. 

Ulderico infló el pecho, alagado, y dijo algo al oído bueno de Dardán, que tuvo que tragarse su crispación. El músico pasó adelante y sentenció:

—Queremos a Edward de Uterra. 


Avanzaba Ulfbardo en su función: los allí reunidos no compartían las aprehensiones del caballero, y gozaban oyendo de los reyes antiguos. A pesar de que la Alianza que antecedió al Reino de las Tres Coronas, que a su vez se convirtió en el Imperio de Dáladon, se había formado en esta provincia sureña, su empresa en contra de las bestias que entonces poblaban la tierra la llevó a expandirse y liberar muchísimos territorios, de modo que, al terminar la guerra y comenzar la era del dominio del hombre sobre el mundo, los pueblos del Imperio se instalaron muy lejos de esos bosques fundacionales. Sin embargo, estos seguían siendo una provincia imperial y tierra tradicionalmente turdetana en época de Vigencio. En ella vivían en tiempos de aquel primer emperador los descendientes de la original Alianza, aquella formada cuando los tres pueblos perseguidos por las bestias se conocieron en la floresta y se estrecharon por primera vez las manos. 

En nombre de los reyes, regía el territorio un caudillo, que era por entonces título militar y de frontera, como en los presentes días lo era un marqués. Tanto el público como sir Edward sabían de antemano de la perfidia de dicho caudillo, y mientras los aldeanos aguardaban expectantes los vivos tonos con que Ulf le introducía y al mismo tiempo retardaba su aparición en escena, para el caballero en cambio iba progresivamente perdiendo atractivo la narración, dejando que por analogía su pensamiento fuese ocupado por otro pérfido señor. Quizá por eso, al ir entrelazándose el relato con sus preocupaciones, de pronto despertó su interés, al notar los paralelos:

El caudillo era súbdito del rey turdetano, de cuyo favor gozaba. Bien mal había empleado, sin embargo, esa confianza, pues estando los bosques a su cuidado hubo de permitir la progresiva invasión de los anatolios, que venían del Este. Dicho pueblo, nómade aún, quiso instalarse entre los árboles y las ciénagas en que vivían los turdetanos, y al principio convivieron pacíficamente. En el Reino de las Tres Coronas no habían aún los caminos que luego se construyeron en la cúspide de la época imperial, y las comunicaciones eran muy lentas: esto, sumado a la revuelta de la nobleza, hizo que en Dáladon no se supiera de esta silenciosa invasión. El caudillo del sur, en cambio, decidió que más bien le valía tolerarla, y cuando los anatolios llegaron a ser más numerosos que el pueblo de las coronas, la situación se volvió violenta. Los bárbaros del Este eran en realidad una avanzada, enviada por el oscuro señor que regía desde hace un tiempo los destinos de esa nación: Keraunos, apodado el Trueno del Levante, un ogro poderoso y hechicero. A él los anatolios estaban sometidos, de él huyeron en el principio de los tiempos, hasta que llegaron a adorarle con auténtico culto. Obviamente, Keraunos era acérrimo enemigo de las coronas que habían vencido a sus congéneres en la guerra de las bestias, y contra ellas movía ahora al pueblo que había conseguido hacer cautivo.

El caudillo prefirió pactar con esos bárbaros, traicionando a su rey, bajo la promesa de ser él el señor de esa provincia. Nada de eso sabían en Dáladon, engañados por mentirosa correspondencia. Así, cuando Vigencio y su real consejo, luego de grandes fiestas celebrando la unidad del naciente Imperio, decidieron organizar una comitiva al sur para levantar un obelisco que conmemorara la fundación de la Alianza y pusiera fin a las disputas intestinas, el ambiente ya estaba propicio para la tensión: el público sabía que esa expedición iba a la boca del lobo, y todos aguantaban la respiración. En cambio, Edward solo podía pensar en una cosa: el caudillo era Quinto, y como Quinto actuaba, al servicio de poderes ignotos para el Imperio que, sin embargo, tramaban su ruina desde hace siglos. Se preguntó si Ulf sería consciente o no de cuanto estaba diciendo, y de la clave interpretativa que le estaba dando.


—¿Sir Edward? —preguntó, sorprendida.

Algo se movió inquieto dentro de ella, una sensación de angustia subió hasta su garganta.

—¿Algún problema con eso, Clara? —le dijo Dardán.

—¿Para qué lo quieren?

—¡Y para qué va a ser! ¿Para felicitarlo por sus logros? Ese infeliz ha sido un problema suficientemente grande como para que Alcico lo notara. Por eso Ulderico está aquí: la orden viene de arriba, si es que me entiendes. 

Titubeó la joven, su garganta se había hecho un nudo.


La música continuaba en la taberna. Edward, los ojos fijos en su amigo, sorbía el hidromiel, pensativo. Narraba este cómo se compuso la expedición que había de ir, en nombre del emperador y de los reyes, a levantar el Obelisco de la Alianza: 


Los reyes de los pueblos     actuar querían sin demora,

Como largo era el camino al sur     pensaron salvarlo surcando las olas.

Desde el archipiélago     de infinitas islas famosas

Vino en su nave un aventurero     de memoria honrosa

Argos fue su nombre     de espada orgullosa

La que ciñó a su costado     en buena hora.

A él encargaron los reyes     que condujera la comitiva

Al mando iría sir Bastián     legado real de esa compañía

Y con él, el druida Onorio     sabio que el futuro anticipa.


Oscuro sueño tuvo Onorio     el día antes de la partida

La muerte, él decía,     que sobre muchos se cernía.

Creyendo el rey turdetano     que a pestes del sur se refería

Dispuso que con ellos     el caladrio también iría.

Era esta una ave blanca     que curaba toda malatía.


Mientras surcaban las olas     a bordo de la nave de Argos

Un brujo en el sur     al caudillo vino de parte de su amo

Díjole el anatolio     que el futuro había escrutado:

“Se acerca una nave     que te causará gran quebranto

Deja que use con ella mi arte     y a los espíritus vaya invocando:

Haré que perezcan en los mares     sin que de ellos quede ni el canto”

Invocó el hechicero     la fuerza de Keraunos

Seguro de partir la nave     con el rayo y los vientos raudos.


La tormenta se abatió ese día     sobre la barca famosa

Mas no sabía el brujo     que en ella iba la fuerza hermosa

Que actuaba en el druida Onorio     vicario de la voluntad poderosa

Que es dueña de cielos y tierra     que solo al Creador rinden obediencia pronta.

 

Hubo aclamaciones en este punto de la historia: el Imperio estaba asistido por la fuerza de lo Alto, la misma que les libró de las bestias, les libraría ahora del ogro del oriente y de los pérfidos anatolios y sus chamanes. Sir Edward no pudo sino sonreír orgulloso, al ver cómo la habilidad de su amigo hacía que todos vivieran la narración como en presente: tan imbuido estaba él ya en ella, que los vítores espontáneos fueron los que le hicieron volver a la realidad. Volvió a prestar atención: ya desembarcaba el legado imperial en las costas del sur, en la desembocadura del Dáladad, ante los ojos atónitos del caudillo que luego castigaría al incompetente brujo. Obviamente, el pérfido se haría pasar por siervo de su señor el rey y leal al emperador, y gustoso recibió a los enviados, que no podían sino estar sorprendidos de ver gentes de lengua extraña en esos parajes:


“Descuidad” les dijo el caudillo    “estos son los del pueblo anatolio

Los que han venido del Este     y que han venido a este golfo

De las bestias huyendo     pidiendo socorro”

“Han venido en buena hora”     contestó Onorio

“Pues entre las naciones todas     solo el Imperio a las bestias derrotó”

“De los reyes traemos cartas”     sir Bastián en hablar se adelantó

Pues quiere el emperador     conocer el lugar en que la Alianza se fundó

El mismo en que la batalla del Dáladad     hace siglos se libró:

Aquel en que por primera vez     el hombre a las bestias venció.

¿Conoces, caudillo,     el sitio al que me refiero?

“Lo conozco”     respondió el embustero

“Está lejos de aquí,     en los bosques envuelto 

Y aunque para muchos     permanece secreto

Mi memoria ha hecho     de él buen recuerdo.

En vuestra nave     el río podéis remontar

En persona     yo os he de acompañar

Y con gusto     habré de señalaros el lugar.

Mas hoy aguardad     comed y descansad:

No es bueno que el viaje     tan pronto queráis iniciar.

Dejad, que en honor de los reyes     una fiesta quiero dar

Conocer las noticias del norte     y a todo el pueblo invitar”

Bien pareció a todos     el prometido agasajo

Y a la sombra propicia    del barco de Argos 

La real comitiva     guardó tranquila el descanso.


—No será fácil sorprender al caballero —dijo, por fin, Clara— es hombre valiente, y su amigo Ulf es astuto. 

—Estamos seguros de que encontrarás la forma de hacerlo —le contestó Ulderico— si así lo quieres. Aún tienes que recuperar algo de confianza aquí ¿no te parece, preciosa? Considera que la desaparición de Edward sería muy conveniente: sus operaciones se han extendido más de lo razonable y si continúa, él y Casiano quizá resistan lo suficiente como para que el barón mueva hacia aquí sus tropas.

—Ese maldito se las ha hecho ver negras a los piratas —interrumpió impetuoso Dardán.

—Silencio, amigo mío —le reconvino Ulderico— mide tus palabras antes de soltar información —y con aire molesto, continuó:— sí, pronto el gobernador habrá vencido a los piratas. Si para entonces no hemos derrotado a Casiano, se acaba todo: pues la victoria de este le asegurará la señoría de Namisia. Y sin Quinto allí para cubrir los trabajos… ya se entiende a lo que voy ¿no es así? Todo el punto está en quitar de en medio al caballero que nos estorba.

Clara bajó la vista, sin saber qué hacer. Cerró fuerte los ojos y apretó los puños ¡no lo podía creer! Meses, años incluso, buscando una confirmación, una conexión explícita entre Quinto y los bandidos, y ahora, ahí le tenía, frente a sí. Su posición en Odesia le transformaba en una pieza clave de Alcico, a ella, que podía llegar hasta Edward con facilidad. Le bastaba con cooperar y tendría garantizado, dentro de poco, acceso hasta el mismo Quinto. Por fin podría tomar venganza, la dulce venganza tanto tiempo retrasada, mentada, saboreada. Pero el precio a pagar por ella… era sir Edward. 


Mientras tanto,     el enemigo no dormía

Como el viento     rápido partía

Y a sus aliados     en consejo reunía.

El malvado caudillo     a sus amigos seguridad exigía

Si les entregaba al legado imperial     ¿qué es lo que a él le darían?

El líder anatolio     a nombre de todos habló:

Grandes riquezas     al caudillo prometió.

En nombre de Keraunos     el hombre juró:

“Serás aquí señor     como ninguno jamás antes vivió”

Con estas palabras     el traidor se regocijó:

Bien era cierto que a los anatolios     el pueblo estaba ya sometido

Y en breve tiempo esperaba     ver a todos ante él rendidos.

Con este pensamiento     con falso gesto de amigo

A los enviados de Vigencio     y de los reyes volvió el enemigo.

Gran banquete en su honor     el mentiroso había ofrecido

Y con prontitud     esta sola palabra hubo cumplido.

Extrañole a Argos,     el sagaz navegante,

Que en la fiesta los sirvientes     fueran todos imperiales

Y en cambio los asistentes     anatolios totales.

¿Cómo es que la servidumbre     era de la Alianza gente

Y en cambio los convidados     extranjeros corrientes?

Quiso saber más,     el soldado valiente,

Pero no pudo indagar     entre los presentes:

Algo temían     esas buenas gentes

Y con pavor callaban     para no ser oídos por el dirigente.

Pareciole a Argos que el pueblo     sometido estaba al extranjero

Y así lo dijo a sir Bastián     legado del poder verdadero.

El noble comandante     quiso aclarar el asunto

Y preguntó imprudente     al caudillo astuto.

Este le respondió,     con pensamiento agudo:

“No os preocupéis,     el pueblo es libre en lo suyo

Serviros a vos, legado del rey,     es un orgullo

Que al bárbaro no se concede,     solo al libre cupo”

Con estas palabras     cerró el malvado su truco.


¬—No saben lo que me están pidiendo —se quejó Clara— ¿cómo voy yo a asesinar a un hombre como Edward, y escapar luego? Es más fuerte que yo y sus hombres velan por él. Tendría que recurrir… a otra clase de encantos, y entonces todos sabrían que he sido yo.

—No te preocupes por eso, preciosa —le dijo el juglar— lo queremos vivo. El mismo Alcico se encargará de su cabeza. Es importante que el escarmiento se haga público, para causar el desánimo, el terror, en nuestros enemigos: de otro modo no venceríamos a Casiano antes de la llegada del barón.

—Quizá sea necesario ser más persuasivos contigo —declaró, terrible, Dardán— óyeme bien, Clara: así como te hemos traído aquí, en dos segundos podemos traer a esos niños que proteges. 

La mujer palideció.

—No… no se atreverían….

—Oh, sí, sabes muy bien que sí. Como fynnio y ex pirata podría jurártelo aquí mismo: pero no necesitas que te recuerde cómo es la vida en la bodega de un barco, o encadenada a la humedad de una cueva ¿verdad? Estoy seguro que habías pensado en otros mejores lugares pare esos críos.

Con un gesto, el músico aplacó al bruto, que estaba ya sobre la chica, y en un tono más bajo y tranquilo, continuó:

—Clara, como te decía: has de probar quien dices ser. Te estamos dando una oportunidad, otros medios también tenemos para conseguir lo que queremos. Debieras estar agradecida. Sin embargo, nuestra paciencia podría agotarse. 


Acabó la fiesta     los días pasaron

En la nave de Argos     todos embarcaron

Por el Dáladad arriba     ligeros navegaron.

Perderlos procuraba     el caudillo malvado

Mas Argos era buen capitán,     no pudo engañarlo:

Pasaron por aldeas     y pueblos alejados

Bien pronto supo el héroe     que la verdad habían ocultado.

El pueblo fiel sufría    bajo el yugo extraño

De los terribles anatolios     sirvientes de Keraunos.

Gracias a hombres leales     en el bosque refugiados

Conoció Argos que el caudillo      se disponía a emboscarlos.

Cuando aquel día llegó     le halló preparado

¡Señor! Que bien combate     el guerrero legendario

En el medio del mismo claro     en que luego el Obelisco fue alzado

Se batió con valor     por los del bosque ayudado

Allí el caudillo     fue por fin desenmascarado

Mas en medio del ataque     fue muerto el legado.

Gran dolor y rabia     de todos se hubo apoderado:

Sir Bastián cayó     a la manera de los bravos

Su sangre se vertió     como funesto presagio.


—No puedo asegurarles el éxito —dijo Clara. Sus ojos estaba húmedos, y brillaban reflectando las luces de la noche— ya he dicho que no es fácil lo que piden. He trabajado mucho haciéndome un lugar en esta aldea y algo se me ocurrirá, pero necesito unos días.

—¿Pides tiempo? —rugió Dardán— ¿En lugar de simplemente aceptar la misión? ¿Y pretendes que te lo demos, sin más? ¿Cómo sabemos que estás de nuestro lado, en esto? Has dudado más de lo razonable.

Clara suspiró. Con dolor, respondió:

—Les diré qué caminos usar, si quieren pasar sin ser detectados. Dentro de poco, las sendas de los bosques estarán estrechamente vigiladas por sir Edward. Yo misma le he dicho dónde poner los centinelas. Sabiendo esto, no solo podrán mantenerse invisibles como hasta ahora, sino que también podrán llegar hasta mí, incluso aquí. Ahí hay una prueba de confianza: si son capaces de volver a verme, será solo porque les he dicho la verdad. De otro modo, si miento, caerán prisioneros o muertos en cualquiera de sus incursiones. Estoy segura de que sabrán probar la situación sin arriesgar sus propios pellejos.

Los ojos de Dardán la atravesaron, desconfiados. Al cabo, dijo:

—Tres días. Eso es todo lo que tienes para pensar en un modo de entregarnos al caballero. Cualquier paso en falso que des, lo pagarán los niños. ¿Está claro? Ahora, danos esa información de la que hablas.


Se replegó Argos     por los anatolios asediado

Volvió a su nave     por Onorio acompañado

Un grito de guerra     en los bosques fue escuchado

Es Argos el héroe      el que por todos ha clamado.


En medio del pantano,     junto al sureño océano

Se alza imponente     duro collado

Allí se hacen fuertes     Argos y sus soldados

Los anatolios     la península toda han rodeado

Sobre esa peña     un día Calidia se habrá alzado

Mas entonces no era más     que roca y barranco.

La situación fue entonces     para todos desesperada

Entre el mar y el pantano     estaba la hueste encerrada

Y lo peor de todo:     los reyes de nada se enteraban

¿Es que habrían de morir allí     como si nada?


Gracias a la virtud del caladrio     el druida las heridas curaba

Mas no podrían resistir por siempre     contra toda esperanza.

Confió entonces Argos     en acudir a las cabezas coronadas:

Debían enterarse pronto     de cuanto en el sur pasaba

Enviaron entonces al caladrio,     en su pico las cartas:

La milagrosa ave     volar debía rauda

Con el mensaje hasta Dáladon     pidiendo ayuda sin tardanza.

Pasaron los días,     en cruenta batalla,

Hasta que desde el norte     se vieron las plumas blancas

No era otro que el caladrio     que traía en sus garras cartas

La firma era del rey     de la turdetana raza

Y con el sello del emperador     venía corroborada.

Se alegraron Onorio y Argos     al ver las letras esperadas

Mas de sus ojos se fue el brillo    y huyó la voz de las gargantas

Cuando con pesar oyeron     duras las reales palabras.


Pesábanle al rey las noticias,     al emperador también pesaba

Entendían los soberanos     que el sur perdido estaba.

Del terrible Keraunos y del pueblo anatolio     decían saber nada,

Pero que si los bosques eran peligrosos     que pronto los abandonaran:

Suban las gentes a la nave,     y las velas desplieguen amplias

No era sensato dar batalla     por tierra así lejana

Dispensados quedaban todos     y bien podían tornar la espalda.


Al pronunciar estos versos, a un ritmo marcadamente lento, el público de la taberna respiró como un solo hombre, golpeado, asombrado: nadie supo ni quiso decir nada, un elocuente silencio inundó el aire de la taberna, incluso a pesar de que la historia era conocida: tal había sido el dramatismo, que a los sureños les parecía haber oído en persona la lectura de la carta real, por la que la corona abandonaba la región. Y ese mismo tono adquirió el canto que siguió:


Con pesar oyeron las cartas     el pueblo, Argos y Onorio

Nunca como ese día     el silencio fue tan rumoroso.

Paseó sus ojos el guerrero     el navegante poderoso

En buen hora ciñe la espada     hombre tan valeroso:

Sus ojos paseaban     escrutando los rostros de todos,

Vio gentes cansadas     pero de brazos animosos.

Viéronle los hombres     alto y hermoso

En su mano la robusta lanza     la espada en reposo

Junto a él el viejo Onorio     de cayado ñudoso.

El silencio se tensó     cuando Argos habló orgulloso:

“Escuchadme amigos míos     atended bien a mis palabras

Sabéis muy bien a qué hemos venido:     el emperador nos confió misión clara:

La de reencontrar el lugar     de la fundación de la Alianza

Y levantar allí un obelisco     como voto que la gesta recordara.

¿Mas cual es esa gesta     que habíamos de rememorar?

¿Cuál el alto hecho que la piedra      para siempre ha de contar?

Lo conocéis todos:     que en estos bosques se gritó libertad

Que en ellos el acero relució      contra el yugo bestial.

Otra vez se levantan contra el Imperio     hombres mandados por un ogro fiero

Monstruo del bestial género     que dicen además es hechicero.

Por él los anatolios combaten     y pretenden estas tierras someter al miedo

Deshonrando así la sangre     que se vertió en este suelo.

Los reyes retirarse aconsejan     dando por vano el intento

Y para siempre perdido     este momento.

Mas yo ahora a vosotros me dirijo     y os pregunto:

Si yo que de las islas vengo     y no soy de este terruño

Dispuesto estoy a luchar     por lo que considero bueno

¿vosotros que sois nativos     me seguiréis en esto?

¿O preferiréis partir en rápida nave     al norte ameno?

Si alguno teme a la bestia     o a los hombres al ogro sujetos

Recuerde el testimonio     del futuro monumento

Que a levantar vinimos     a estos pueblos:

Ya una vez a los monstruos vencimos     no será vano el intento

Seguro estoy,     que con el Creador combatiremos

Y aunque fuésemos muertos     jamás vencidos seremos

Por mucho que uno se empeñe     no puede derrotar al cielo

El acero brillará claro     el sur será liberado

Pues hoy ha llegado     el día señalado

En que el pueblo enseñe     de fidelidad a los soberanos

¿Cuál es vuestro grito?     ¿estáis o no a mi lado?”

Con aladas palabras     el héroe había hablado

Y el pueblo se mostró     del todo confortado

Sin mediar un segundo     “guerra” fue el grito gritado.


Y ciertamente, el auditorio también prorrumpió en aclamaciones de entusiasmo. Se levantaron las jarras de hidromiel, se lanzaron gritos y sombreros al aire, y la tensión se disolvió en aparatosas carcajadas. Durante unos momentos, todo fue confusa algarabía, mientras los sones de la cítara, rítmicos y constantes, volvían a hacerse espacio para acaparar la atención.

Edward mismo estaba admirado de lo que presenciaba. Su corazón, tenía que admitirlo, había latido con fuerza, y por poco desenvainó la espada para ofrecerla a Argos, como si el héroe hubiese estado presente. Le conmovió ver que no era el único. En torno suyo, la taberna entera era una prueba de que los ideales del Imperio seguían vivos en esos bosques, que aunque los señores, incluso los reyes, se mostraran fríos y distantes, el águila moraba en esos corazones. Ulf tenía razón: la canción le había ayudado a recuperar los ánimos ¿qué pensaría Clara de esto? Seguro que le habría hecho reconsiderar una o dos cosas también.

Buscó a la chica con la mirada, pero no la encontró de inmediato. La narración continuaba: Ulf comenzó a contar cómo la guerra se prolongó, difícil y sangrienta: los poblados se levantaban y los bárbaros se lazaron al ataque ¿dónde estaba Clara? Hay demasiada gente en la taberna, y las velas se consumen ya. Diecisiete años. Ese era el tiempo que, según el intérprete, había durado la guerra en el pantano. Por supuesto, habían terminado por recibir el apoyo de los reyes, que al saber de la heroica resistencia enviaron pronto a sus ejércitos, y eso también había servido para aunar a todos, al pueblo, a los nobles, a las coronas, contra un enemigo común. El caballero estaba un poco distraído: Lope y Madalena estaban ahí, junto a Ulf, absortos en el relato ¿pero, y ella? La puerta de la taberna se abrió en ese momento y la vio entrar. No alcanzó a cuestionarse qué hacía afuera porque, justo en ese momento, la puerta volvía a abrirse para dejar pasar a otra figura, encapuchada y con un alto cayado. Desde lejos se reconocía que era un druida. 

La canción terminaba, con el triunfo y exaltación de Argos, ahora generalísimo de las legiones del sur y fundador de Calidia. Los anatolios, rechazados después de casi dos décadas de combate, fueron repelidos de vuelta hacia el Este.

—¿Y qué pasó con ellos? —preguntó en voz alta Lope, tirando del manto de Ulf— ¿y el ogro?

—Eh… pues… el ogro…

—Fue derrotado y nunca volvió a levantar sus garras contra nadie —la voz, imperiosa, atravesó media taberna, y todos se volvieron para saber quién había hablado.

Ahora, Edward lo reconoció: era el druida Odlán. El mismo que, hace más de un año y medio, cuando llegó a Urbia, había conocido. 

—Los anatolios estaban bajo su poder. Sin embargo, cuando se fueron de estas tierras, se llevaron prisioneros a algunos druidas. Ellos vieron que los pobres bárbaros estaban esclavizados por ese demonio. Y les enseñaron la verdad sobre el Creador, y cómo el Imperio había vencido a las bestias, siglos antes, y conquistado el favor de las bestias amigas. Y cuando un grupo de ellos creyó, ocurrió lo impensado: algunos profetizaron. Era el Creador, que se escogía druidas también entre ese pueblo. De allí a poco, los anatolios tuvieron su propio héroe, el guerrero del grifo, que derrotó a Keraunos. Y sin su influencia, los bárbaros fueron libres de ir donde quisieran. Algunos se asentaron a orillas del Lago de Cristal, y se llamaron alanos, fundadores de la ciudad de Nifrán. Otros fueron más al norte, y aún hoy son nómades, que se hacen llamar varnos, guerreros de los Campos Brunos. Pero todo esto son otras historias.

—¿Tú has visto a los bárbaros? —preguntó de nuevo Lope, que no había entendido ni la mitad de la explicación, pero le bastaba saber con que el ogro había muerto… y que ese señor del báculo claramente sabía más cuentos.

—¿Que si los he visto? ¡Si vengo de estar entre ellos! —rio el druida— Pero estoy cansado y vine a buscar cobijo en esta taberna. Me mata la sed. ¿No será que en este pueblo han olvidado cómo se trata al peregrino?

Entre carcajadas, las gentes se agolparon alrededor, y sir Edward aprovechó de saludar al recién llegado. Clara, aliviada de que su ausencia no hubiese sido notada, se apresuró en traer una jarra de hidromiel. Había sido gran suerte toparse con el druida en la puerta: si alguien la vio entrar, habría pensado que estaba recibiéndole.

Mientras servía, lanzó una mirada a Edward, junto al cual habían vuelto los niños, según su costumbre. El nudo en su garganta había bajado a su corazón, atribulado. ¿Y si le confesaba todo? ¿Qué pensaría? 

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