Edward o el Caballero Verde, Parte XXIII

 Fantasmas del pasado



Con el corazón latiendo desbocado, como una flecha cruzó la espesura. Con él venían varios compañeros que aferraban sus lanzas con manos sudorosas y picaban espuelas a las pobres bestias. Las noticias habían volado hasta Odesia: el ataque había sido grande, el caballero de Uterra sufrió dura emboscada. Se adelantaba con el pensamiento, deseando estar ya junto a su amigo, sin saber todavía si estaba bien o no, si herido o sano.
Finalmente, el ramaje otoñal se abrió ante ellos y vieron la faena atacada en medio de la espesura. La torre de vigilancia era ahora un montón de troncos humeantes. Como sembrados en campo recién arado, los cuerpos de los leñadores estaban esparcidos con saña por todo el lugar. Día funesto. La mesnada de Edward vagaba por aquí y por allá, vigilaba los lindes del bosque y registraba entre los cuerpos por si encontraban algún herido aún con vida. Ulf y los jinetes se detuvieron. Edward estaba sentado sobre un tocón, sus manos sostenían su frente, sus ojos miraban el suelo, donde yacía su espada, aún sangrienta. 
—¡Edward! —corrió a su encuentro— ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?
Detrás del amigo, se apeaban también sus hombres. El caballero no levantó la vista, pero sabía por sus pasos quiénes y cuántos eran. El tiempo entre los árboles, los incontables enfrentamientos... No era la primera vez que sufrían un revés en su misión, pero ahora… ahora era culpa suya, y no podía soportar esas miradas que depositaban en él una confianza inmerecida. 
Sin levantar la vista, como si no hubiera escuchado a Ulf, dijo: 
—Gracias por acudir pronto al llamado, muchachos. Pelayo y Beltrán: releven a Irbaud y Frulien de su guardia. Alonso, Arnaud y Domitiano: ayuden a los demás con los cuerpos, hay que ver la manera de llevarlos al pueblo. Unfert llegará en cualquier momento con la carreta. Ximeno: tú sabes de curaciones. Hay algunos heridos, pregunta a Ismael, te indicará quienes.
Inmediatamente, se lanzaron a cumplir las instrucciones. Solo Ulf se quedó. En silencio, se sentó junto a su señor. 
—He sido un niño hoy, Ulf. —dijo al cabo de un momento— me han burlado como se burla a un novato.
Por fin, levantó el rostro y se volvió para hablarle cara a cara, como era su costumbre. Notó en él la frustración contenida, la ira contra sí mismo.
—Corrí tras la primera finta. Galopé bosque adentro con mis hombres, sediento de… sediento de sangre. Quería ya de una vez terminar con este juego, con las escondidas, con la inactividad, la perpetua reacción. Nos atacaron por sorpresa. Nunca lo habían hecho, no directamente a nosotros. Pero yo no sospeché nada. Fui impulsivo. Los traté como si fueran soldados enemigos, en lugar de bandidos en busca de botín. Y por mi culpa, no solo se han llevado la madera de esta tala, sino que pasaron a cuchillo a todos los que estaban aquí. Hombres, hombres con familia. Padres e hijos de Odesia, que confiaban en mi escudo… —guardó silencio al final de esta expansión. Un silencio tenso, palpable —y yo… yo les fallé. La sangre en mi espada no es en realidad de los hombres de Alcico. Esa sangre es de las víctimas, porque no supe yo protegerlas.
—Estás siendo demasiado exigente contigo, Edward. Necesitas un respiro…
—No. No necesito un respiro. Lo que necesito es acabar con esta carnicería. ¿Hasta cuando controlarán los bosques? ¿Hasta cuando vivirá el sur con el miedo?
—No es algo que puedas hacer solo, Edward. Pero has hecho cuanto ha sido posible. Casiano y el barón estarán contentos contigo. Sufriste una emboscada pero diste una lucha leal contra los que ocultan su rostro. Pese a todo recuperaste esta faena, aunque haya sido tarde para los pobres leñadores…
—No sigas, Ulf, por favor. No hay mérito mío que pueda devolverles la vida, o que pueda consolar a las madres y esposas que tendré que ver esta tarde.
—Pues entonces no les des consuelos. Llévales justicia. ¿No es a eso a lo que has venido? Si te ven derrotado, desesperarán. Levanta el ánimo: una batalla no es la guerra. El sur necesita que sigas en pie, para revertir esta situación. ¿No sabes que el barón ha comenzado a llamar de regreso a la flota? Dicen que el asunto de la piratería llega a su fin. Ayer estabas contento con eso. Por su parte, Casiano avanza, y ha liberado dos poblados. La situación aún es de resistencia, pero este ataque fue un golpe de desesperados. No buscaban el botín: te buscan a ti ¿permitirás que dobleguen tu ánimo?
A su pesar, Edward sonrió. 
—Cuando estás inspirado, llegas incluso a ser consejero, remedo de juglar.
—¡Ja! Creo que por fin has vuelto. Aunque tu sentido del humor sigue siendo tan malo como siempre. ¿Quieres que limpie esa espada?
—No. Deja. Lo haré yo. Me ayudará a pensar. Gracias Ulf.
Y recogiendo el arma miró su reflejo en la hoja manchada y sanguinolenta. 
—Emboscada. —dijo para sí— Si tan solo lo hubiera visto venir. Si conociera sus objetivos podría anticiparme. —y añadió, dirigiéndose de nuevo a su amigo:— Quizá… quizá haya un modo, después de todo. ¡Ulf! ¿Estás pensando lo que yo? Si aprovechamos los caminos del bosque… si anticipamos lo que están buscando… 
Ulf no entendía nada, y le miraba desconcertado.
—¿No lo ves? La solución me la has dado tú: ya no buscan botín. Están desesperados, tienen que dar un golpe importante a Casiano antes de que llegue el barón. Necesitan desacreditar al corregidor de Urbia: que en Dáladon parezca incompetente. Y en cambio, que Quinto brille. Con eso y un buen mapa y nuestras posiciones en los bosques, sabremos hacia dónde se dirigen, sin perder tiempo en escaramuzas. Y ahora contamos también con los caminos de los árboles, tenemos a Clara… beberán su propia medicina. Emboscaremos a los emboscados. 
—Edward… hablas precipitadamente. Suena bien, pero ¿podemos acaso confiar ya en Clara? ¿Cómo es que nuestros centinelas no detectaron a tiempo lo de hoy, si ya estaban apostados en…?
—No sigas con ese pesimismo ni dudando de ella —le interrumpió, serio—. Para mí, ha probado ya su rectitud. Es tiempo de que nos ayude a hacer justicia aquí. Si no soportas verla, quédate, necesito alguien que termine el trabajo en esta faena, de todos modos.
Y sin darle tiempo a contestar, se levantó, la espada desnuda aún en la mano. 
—¡Irbaud! —gritó— tráeme a Diamante. Muchachos, nos vemos esta noche en Odesia. Ulf queda a cargo aquí.

Clara estaba limpiando las mesas de la taberna. Había oído lo del ataque y vio partir a toda prisa a Ulf con los refuerzos. Llevada de un primer impulso quiso correr detrás de ellos, angustiada por lo que podría haber pasado… y por cuánta culpa recaía quizás sobre ella. Pero no podía simplemente lanzarse al camino siguiendo las huellas de los caballos sin levantar sospechas. Dardán era un bruto, pero Ulderico parecía sagaz. Casi podía sentir sus ojos sobre ella.
Nerviosa, se entregó al trabajo manual: limpiar, fregar, ordenar… no importaba si ya lo había hecho, si las mesas estaban ya limpias. Simplemente no podía estar sin hacer nada en ese momento. ¿Lo habrían herido? Muerto no podía ser, pues lo querían vivo… y porque ella ya se habría enterado, de algún modo. No sabía qué le pasaba. ¿Estaba nerviosa por él, o porque peligraba ella misma? No sabía decirlo. Retorció el paño entre sus manos. Sobre la mesa había una mancha que no salía. Quizá Edward estaría desangrándose en el bosque. ¡Ulf! ¿Llegaría a tiempo ese cantor? Más le valía. Quizá Dardán no había usado aún la información que ella le había entregado, después de todo. Quizá no era su culpa… aún.
—¡Clara!
La voz la sobresaltó, pues la reconoció enseguida. Petrificada, se volvió tratando de disimular sus deseos de lanzarse sobre él.
—¡Edward! ¡Estás bien! Pensaba que… es decir… —se detuvo, arrepentida de haber ya dicho demasiado— supe del ataque.
—Clara, me alegro de haberte encontrado tan pronto. Yo…
En ese momento, los niños entraron y al verlo corrieron a abrazar sus rodillas, de modo que casi lo hacen caer.
—¡Edward! —dijeron al unísono, alegres. El caballero sonrió y, acariciando sus cabellos, se puso a su altura.
—Chicos —les dijo— a mí también me alegra verlos. Pero ahora necesito conversar un poco con Clara ¿está bien? Vayan a jugar afuera. Después nos veremos de nuevo.
La chica estrujó el paño que aún tenía en su mano derecha, al oír eso. Mientras ambos niños corrían fuera y sir Edward se reincorporaba, se asustó. Era serio entonces. Quizá de algún modo se había enterado y…
—Clara, perdona que llegue así, de improviso. Pero necesitamos hablar: el ataque de hoy me ha hecho pensar…
—No… no veo cómo eso podría… ¿qué tengo que ver yo?
Él la miró, con extrañeza en su rostro.
—Pues, déjame que te explique. Necesito tu ayuda… una vez más. Como hace dos días, cuando nos mostraste los caminos.
Clara suspiró. Él no sabía nada. No había venido por ella, contra ella. Sin embargo, el sentimiento de intranquilidad no la dejó: aún corría peligro. Edward estaba en peligro. Desviando la mirada, volvió sobre la mancha de la mesa.
—No sé cómo podría ayudarte. Te he mostrado ya lo que sé. Usa esa información y evitarás nuevos ataques. Quizá tus centinelas no estaban guardando los caminos correctos…
—No quiero evitar nuevos ataques. Quiero atacar yo. Y tú puedes indicarme cómo: me he hecho una idea de hacia dónde pueden estar dirigiéndose los rufianes. Con tu conocimiento de los bosques, podríamos detenerlos. Que sean ellos ahora los emboscados. Descuida: no peligrarás entre mis hombres. Y pronto tendremos a Alcico en nuestras manos y acabará todo. ¿Qué dices? 
Guardó silencio. No quería mirarle. La mancha ya había salido, pero continuó repasando la madera. El plan era bueno. Y posible. Podrían pararle los pies a Alcico… pero era demasiado tarde. Mañana al atardecer Ulderico y Dardán esperaban su respuesta. Y si no les daba algo tangible… se llevarían a Lope y Madalena. No había manera de que los planes de Edward resultaran antes de ese fatal plazo. 
—No lo sé, Edward —dijo al fin, sin mirarle aún, alejándose hacia la siguiente mesa— tendría que internarme con ustedes unos días en los bosques. Y ¿qué será de los niños en ese tiempo? Más si tú no estarás aquí con tus lanzas.
—Vamos. Sabes que eso no es problema. No pretendo dejar a Odesia desprotegida. Y Lope y Madalena pueden quedarse con la costurera. Lo pasaron muy bien con ella hace dos días. ¿Qué ocurre, Clara? Hey… ¿por qué no me miras? ¿Hice algo que…? Oh —Edward se había acercado y, con delicadeza, puesto su mano en el hombro de la chica, haciendo que se volteara. Había lágrimas en sus ojos.
—Clara…
—No… no es nada —dijo ella, secándose el rostro con el paño— perdona, no sé qué me pasa.
Sí que sabía. Hubiera deseado no verle. ¿Cómo mirarle, sabiendo lo que ella sabía? Ese ímpetu, esos gallardos deseos de que triunfase el ideal que defendía: era todo en vano. La vida pertenecía a brutos como Dardán, a rufianes como Quinto.
 —¿Qué es lo que te preocupa, Clara? Algo está pasando…
—Olvídalo, por favor. Simplemente… no ha sido un buen día. Sobre lo de los bosques: no creo que funcione. ¿Cómo pretendes emboscar a quienes se esconden en el bosque?
Edward estaba confuso. No le parecía que ese fuera un asunto para lágrimas. 
—¿En serio es eso? Clara, puedes confiar en mí ¿qué ocurre? Es… ¿es por los niños? ¿Temes lo que podría pasarles? Dejaré a los mejores de mis hombres. Los hermanos Arnaud e Irbaud: no encontrarás mejores protectores. Son jóvenes y animosos, y saben de críos, pues han dejado a cinco hermanos en Urbia por seguirme hasta aquí. 
—No, no es eso. No entenderías —Clara solo quería que esto terminara de una vez. ¿Por qué no se iba ya? No podría soportarlo mucho más— no importa cuántos hombres los protejan. Ellos son los hijos del tabernero ¿recuerdas? Alcico querrá terminar lo que empezó aquí, lo que yo detuve.
—¡Mayor razón para me ayudes, Clara! No logro entender qué es lo que pasa. Si temes represalias, entonces hay que actuar ya, no seguir aquí, esperando, escondiéndose: vamos de una vez y acabemos con esto. Mira: los bandoleros han atacado hoy aquí, pero también lo han hecho hace poco en Tesaura, y también se les ha visto cerca de Gervada. Si a eso añadimos que su plan debe ser dar algún golpe a Urbia y dejar al mismo tiempo libres los bosques cerca de Namisia, entonces deben estar tomando la ruta de…
—¡Basta Edward! —gritó, apretando los puños, la vista fija en sus pies. El interpelado calló, desconcertado. Ella continuó:— por favor, no sigas. Nada de eso funcionará. Y nos condenaremos todos.
—Pero ¿qué dices? ¿No quieres, acaso, que detengamos a esos rufianes? ¿Qué ocurre, Clara? Al menos inténtalo. Por… por Madalena, por Lope…
Ahora la muchacha por fin le miró, por primera vez desde que había comenzado la discusión. Edward se sintió zambullido en esos ojos celestes. Y perdió el habla. Sin saber lo que hacía, se acercó. Puso su mano, su mano grande, fuerte, sobre el brazo de ella, delicado y grácil pese a su rudeza. Ambos se estremecieron al contacto mutuo. Pero no duró más que eso. Clara apartó sus ojos de él y dio un paso hacia atrás, sin decir nada. 
—No sabes lo que haces —le dijo, por lo bajo— no sabes quién soy.
—No. Te equivocas. Quizá no sepa quién has sido. Pero he visto quién eres ahora. No hablas mucho, Clara, pero haces más que muchos. Solo tú has tenido el corazón para proteger a dos niños desvalidos. Solo tú podrías haber continuado sirviendo a todos en este pueblo, en esta taberna, a pesar de lo que hablan a tus espaldas. Solo tú estás tan comprometida con los débiles como para… como para soportar lo que has soportado. Consigues ver bondad incluso entre los bandidos del bosque. Tú merecerías ser paladín del emperador. Más que yo, que lo que quiero es una hazaña para grabar en mi escudo.
—Edward, nunca en toda tu vida has estado tan equivocado como ahora. Si supieras… pero ¿cómo podrías? Ya te lo he dicho antes. El Imperio está podrido. Hiede. Y yo no tengo nada que ver con su pretendida justicia. Pierdes el tiempo. 
Un silencio siguió a esa declaración. Clara sentía que el alma se le hacía tiras, al ver el rostro demudado de sir Edward. ¿Estaba enojado? ¿Apenado? ¿Dolido? ¿O solo confundido? Imposible decirlo, porque ni ella misma sabía cómo se sentía en este momento. Había herido al caballero. Pero debía hacerlo, debía cortar ahora, o perdería la oportunidad de subir entre los bandoleros, y de llegar a Quinto. Ya tenía una razón más para odiar a ese maldito. Todo en su vida se arruinaba por ese monstruo. Arremetió una vez más, con el alma haciéndosele pedazos.
—Es lo que te digo. No se trata de algunos díscolos. Todo el Imperio está mal. Las cabezas… todas ellas. Especialmente Quinto, ese maldito. Y si la cabeza ha muerto, muerto está el cuerpo. En cuanto a mí, puedes pensar lo que quieras, pero también yo siento la muerte en mi interior. No soy lo que crees.
—Entonces, sácame de mi error. Dime quién eres, Clara. Y te mostraré que, mientas un árbol tenga raíces, aunque se le tale el tronco mismo, siempre echará renuevos. 
No se esperaba una respuesta así. Edward no era hombre dado a imágenes por el estilo. ¿Influencia de su amigo el artista? Pero ¿qué importa? No podía contarle nada sobre lo de Ulderico y Dardán. Sería el fin para ella y para los niños. Aunque, quizá… quizá él sí comprendería. ¿Podría entender su historia, después de todo? Si era cierto que le importaba…
—Quiero ayudarte, Edward —dijo, bajando la mirada— pero es más difícil de lo que supones. No lo sabes todo de mí. Tengo mis objetivos y, si voy contigo, quizá ya no pueda conseguirlos. Y entonces todo habrá sido en vano. Las cosas que dices que he hecho aquí… no te imaginas mis razones. Y todo por lo que he pasado… todo —la voz se le entrecortaba, respirando cada vez más fuerte. Se clavaron sus uñas en la mesa, ella entera temblaba ahora: —… todo seria en vano ¡todo! Mientras Quinto viva. Mientras él respire… ¡Mi propia vida es vana, si ese desgraciado vive.! —gritó— ¡¿Entiendes eso, Edward?! 
El caballero se sobresaltó. Clara estaba alterada… no. No estaba alterada. Era algo más… profundo. Una rabia que surgía desde lo más íntimo y que se desahogaba ahora, con pausa, pero con violencia.
—Sí, te asustas ahora —dijo ella— pero es que no sabes lo que me ha ocurrido. Por lo que he pasado. Óyeme, entonces, si tanto te importa: Quinto irrumpió en mi casa cuando era niña, en Ilía. Tenía yo más o menos la edad de Madalena. Mi infancia terminó ese día. Ese… monstruo, que era entonces el señor de Iliria, esperó a mi padre en casa, junto con los piratas fynnios. Mi padre era el mejor de sus súbditos. El Casiano de Iliria. Quinto vino con sus hombres y nos ató a todos. Luego apresó también a papá. Y nos entregó a los piratas. Toda mi familia, mi padre, mi madre, mis hermanos, fueron vendidos en las islas. Yo agradé al capitán, que me retuvo en el barco. Fui miserable. Por años. Las cadenas llegaron a ser parte de mi vida. Lo único que me queda ahora, es la venganza. ¿Lo entiendes ahora? Estoy aquí, para llegar hasta ese perro ¡y arrancarle su sucia cabeza! Detener a Alcico no sirve de nada, si no pongo mis manos en su garganta. ¡Yo misma, no otro, vengaré mi sangre y la de mi familia! 
La mirada de Clara se clavó en la suya. Ya no eran los ojos de mirar de cielo de antes. Eran un par de espejos de acero, fríos y duros. Su expresión se había transformado, los labios crispados y el ceño fruncido. La barbilla le apuntaba decidida y desafiante. Delante de sí tenía una furia, no una mujer. No pudo evitar una expresión de espanto. Fue solo un segundo, pero suficiente para que ella lo captara.
—No… no me entiendes. —bajó ella el rostro, inundada por la desilusión y la rabia— ¿En qué estaba pensando? Eres igual a los demás, después de todo. ¡¿Me juzgas ahora, no?! No podrás evitarlo. ¡Jamás entenderás lo que he pasado! ¡Jamás verás por qué Quinto debe morir! ¡Ve! Toma tu espada y corre detrás de Alcico. Vete a jugar al caballero, Edward. 
—Clara, yo… —dudó un segundo. Se dio cuenta que el odio que la consumía no se apagaría así sin más. ¿Qué podía decirle para que recapacitara?— No sé qué decir —dijo al fin, y se sintió un estúpido. Continuó:— es mal momento, lo sé. Y no, no estoy ni cerca de entender lo que has pasado. Lo siento. Pero aún necesito de tu ayuda… verás, aunque no te lo parezca, así también podremos llegar a Quinto.
—¿En serio, Edward? ¿Después de lo que te acabo de decir, esa es tu preocupación? ¡Bien! Sea. Si es lo que quieres, iré contigo. Te mostraré el camino. Pero ahora, vete. 
—Clara… —la ira reflejada en la chica le parecía una tormenta de fuego. Y sintió algo parecido al miedo, como si estuviera frente a una bestia. Hubiera querido avanzar para contenerla, pues veía que sufría… si tan solo pudiera llegar a ella y estrecharla en sus brazos, quizá podría reparar lo que había hecho con sus torpes palabras… pero en vez de eso, cedió al instinto y retrocedió, con algo quebrado dentro y el rostro alarmado. Para ella, ese gesto fue el final.
—¡Vete! —explotó, fuera de sí— ¡Vete y no vuelvas, sir Apariencias! ¡Ya sabrás de mí! Mañana, mañana tenme preparado un caballo. Pero no me busques más. Tú eres… eres… —el habla se le iba, mientras Edward no sabía qué hacer, qué cara poner— ¡despreciable! ¡Sal de aquí! Terminemos esto de una vez ¡Vete ya! 
Edward se marchó, con frío en el pecho, y sobrecogido aún por la fiereza de Clara, una fiereza que no había nunca vislumbrado en ella. Cuando la puerta se cerró, Clara se dejó caer en una silla. Y lloró. Amargas fluyeron las lágrimas hasta que se le secaron los ojos. A los niños los mandó a la cama, sin fuerzas para nada más. Tenía el alma marchita y pesada, cuando llegó la noche, aún ella en el mismo sitio. 

Con la noche, llegó también, silencioso, Ulderico.
—Te has anticipado —le dijo ella, con voz cansada— el plazo de mi respuesta es mañana.
—Lo sé, preciosa. Pero tendrás que decidirte rápido, esta vez. Ya sabes, hoy hemos tenido trabajo por aquí, y pronto tendremos que ir a otros lugares. No hay más tiempo. ¿Tienes o no tienes al caballero de Uterra?
Exhaló un largo suspiro, como si con él escapara lo que le quedaba de vida. Ni un momento de paz, tenía. Quinto se lo había quitado todo. ¿Si tenía o no tenía al caballero? No. Claramente hoy lo había perdido. Pero no era eso a lo que se refería el pérfido rufián. ¿Cómo se había ella permitido esperar algo distinto de Edward? Era igual a los demás. Palabras desencarnadas y discursos grandilocuentes. Hinchado igual que el Imperio. Se volvió a Ulderico, con el despecho en la mirada:
—Sí. Ya sé cómo pueden asegurarse de capturarlo. Te lo diré, si con eso me garantizas que veré a Quinto. No te hagas el sorprendido, tú mismo me revelaste la relación entre él y Alcico.
Ulderico sonrió. 
—Si consigues que capturemos al caballero, estoy seguro de que el regente estará encantado de recompensarte. Yo mismo le llevaré la noticia: sin Edward y habiendo Alcico dado el golpe a Uterra, Quinto vendrá en persona a “liberar” el bosque y sellar su ascenso a los ojos de Dáladon. Y podrás verlo todo lo que quieras.
Clara dudó un poco más. En ese momento, sintió ruido en la habitación de los niños. No podían verla allí con ese bandido. Se apresuró a contestar.
—Está bien. Sir Edward está planificando un ataque directo en contra de Alcico. Me ha pedido mi ayuda para tender la celada. Mañana me reuniré con él y sabré los detalles. Entonces los sabrás tú también: si actúan rápido, la trampa del caballero se volverá en contra suya. Ahora vete. No deben verte aquí.
Cuando la cabecita de Madalena asomó tras la hoja de la puerta, Clara estaba sola otra vez.

Continúa en "Emboscar al emboscado"

Comentarios

  1. Me alegro mucho de que te haya gustado! Estos capítulos han significado un esfuerzo especial —igual que el del Cantar de Argos— y se ve que va dando fruto.

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