El Caballero Dragón

 

Leocán, el último caballero dragón


Pensar en las edades anteriores a la Batalla de los Campos brunos es, en las Tierras Occidentales, forzosamente, recordar los días de las Tres Coronas bajo el águila, la época en que el Imperio se asentaba glorioso e incontestado sobre el trono de Dáladon y los tiempos en que las grandes bestias departían aún con los hombres. En aquellos días anteriores a la caída, junto a los reyes existía otra figura de majestad: el caballero dragón.

El poder y la historia de la Alianza que luego se convirtió en Imperio no puede explicarse sin la historia de estos hombres que, desde el final de la Primera Guerra Druídica, detentaron de generación en generación la soberanía sobre las bestias. Y, al mismo tiempo, se trata de un personaje que está en el inicio mismo de mi escritura y descubrimiento del mundo que he formado en mi saga Crónicas de una espada. De uno y otro, de la historia legendaria y del proceso creativo, quiero hablarte hoy.

La estirpe de los caballeros dragón

 
Sabemos por las crónicas y los relatos de los juglares que la historia más arcaica de los pueblos de Dáladon está ligada a su lucha inicial contra las bestias que dominaban el mundo al inicio de los tiempos. Referencias a cómo la humanidad, que huía de la persecusión de las grandes bestias, se reencontró en los bosques del sur, y a cómo tres pueblos —longobardos, arvernos y turdetanos— decidieron hacer frente común a la monstruosa amenaza, son parte de los relatos fundadores del Imperio de Dáladon. Este nació como la Alianza de los tres pueblos, celebrada en el famoso Obelisco, se convirtió luego en el Reino de las Tres Coronas —como explica sir Edward en La Corona de las Montañas— para llegar finalmente a ser el Imperio de Dáladon. 
Pero nada de esto hubiera sido posible, si la Alianza no hubiese conseguido vencer a las bestias. 
El valor de la humanidad en esta lucha desproporcionada conmovió las entrañas de algunas de las grandes criaturas, que finalmente dejaron a sus hermanas y se decidieron a proteger a los hombres y mujeres de la Alianza. Pero eso no fue suficiente: el momento clave es la intervención divina del Creador, que decidió salvar a sus hijos. En medio de un sueño, algunos hombres fueron transportados más allá de las Montañas Impenetrables, donde vieron el sagrado Árbol y bebieron de la Fuente de sus raíces. Al despertar ya no eran los mismos: habían sido introducidos en los misterios de la creación y oyeron la música divina que ordena todas las cosas. Un gran poder se les había concedido, y fueron llamados druidas. Con la guía de esos hombres y el apoyo de las bestias benévolas, la Alianza triunfó y expurgó la tierra de monstruos ancestrales, que se retiraron a regiones ignotas.
Como ves, druidas y bestias son fundamentales en los comienzos de Dáladon. Pero ¿qué son las grandes bestias? ¿Qué es lo que los druidas descubrieron el día de su sueño? El conocimiento druídico más profundo, además de secreto, no es discursivo, por lo que no es fácil de explicar lo que pasó y la naturaleza de las cosas permanece siempre irreductiblemente un misterio, pero se puede hacer un cierto acercamiento para entender la historia. 

Las bestias son, de alguna manera, parte y manifestación de la naturaleza salvaje. Como si el mundo material tuviera en ellas su consciencia. No son una encarnación propiamente tal de las fuerzas naturales, pero de algún modo están íntimamente ligadas a ellas. Son el pasado del mundo, la memoria de las cosas. Como la naturaleza misma, pueden ser amables u hostiles al hombre, benévolas y crueles a la vez. Las más antiguas y sabias son guardianas de una fuerza que deja sin aliento. Y sin embargo, no son ellas las llamadas a dominar el mundo: la causa de la primera guerra fue precisamente esa, la envidia de aquellos seres de fuerza superior al comprender que el mundo creado, cuya vida corre por sus venas, había sido hecho precisamente para esa pobre criatura que es el hombre. 

Pero nos estamos saliendo largamente del tema. ¿Qué tiene que ver todo esto con el caballero dragón? Resulta que la Alianza poco a poco pasó a ser Reino, y de Reino a Imperio. En el proceso, bajo la guía de los druidas, los pueblos vivieron en profunda conexión con las bestias y por ende con la naturaleza de las Tierras Occidentales. Poniendo con sabiduría el mundo a su servicio, los héroes de los hombres fueron poco a poco reconquistando la tierra y liberando a tantas otras naciones que habían vivido siglos bajo tiranía de bestias rencorosas y titanes antiguos. Pero eso no duró. El Imperio se olvidó de sus orígenes, se embriagó de su poder. Las bestias benévolas que habían ayudado a los reyes poco a poco se retiraron, hastiadas. Vino el periodo de confusión conocido como "la Indecisión" e incluso un grupo no despreciable de druidas se corrompió: los fenóritos. Al desacuerdo siguió la guerra, en el que todos los poderes que hasta entonces se habían sometido a Dáladon se unieron en su contra: era el caos que volvía a reclamar su soberanía sobre el mundo, el fin de la humanidad.

 ¡Cómo fue terrible esa contienda! Fue la primera vez en que el poder de los druidas, sin límites entonces —no había sido celebrado el sagrado tratado de la Promesa— se enfrentó al poder de otros druidas, y la fábrica misma de la realidad estuvo en peligro.

Y aquí es donde entra en nuestra historia, muchos siglos antes del comienzao de Crónicas de una espada, sir Ruggier de Oromonte, primer caballero dragón. En la hora decisiva, durante aquella primera Guerra Druídica, ese caballero longobardo logró convencer a un grupo de criaturas, antiguas aliadas de la humanidad, para que también ellas volvieran a su lado. Sí, pues al comenzar la guerra druídica, y al ver que los fenóritos contaban con la ayuda de monstruos infernales, bestias benévolas como el unicornio y el fénix habían regresado en apoyo de los reyes. Sin embargo, como decía, no todas las bestias habían obraron de ese modo. 
Un grupo de antiquísimos reptiles había permanecido en su abstención y a ellos acudió Ruggier: consiguió convencer a Draco, el gran lagarto, y con él a gran parte de su raza, que se levantó para apoyar la causa del caballero del Imperio. 

Y con esa nueva ayuda, Dáladon venció y exilió a los fenóritos a las inhospitas tierras del norte helado. En reconocimiento, los druidas concedieron a aquellos reptiles el fuego, y en honor de su líder se les llamó desde entonces dragones. Sin embargo, el don recibido los ponía por encima de todas las demás bestias, ya sea aliadas o enemigas de la humanidad: algunos temieron que una nueva edad de las bestias comenzara si un día aquella raza prosperaba. Para evitarlo, los druidas condicionaron el poderío de los dragones a la voluntad de un hombre, que desde entonces tuvo autoridad y mando sobre las bestias. Como es natural, el elegido fue sir Ruggier, en quien confiaban tanto los reyes como el fiero Draco.  Puesto a la cabeza de tales criaturas, mantuvo pese a todo su vasallaje y lealtad hacia el emperador. Y desde ese día, Ruggier de Oromonte fue el primer caballero dragón. 

Sir Ruggier recibe la autoridad sobre los dragones

El Trono en la Montaña

No se le escapará al perspicaz lector que un hombre cuya soberanía se extiende sobre las grandes bestias es él mismo un hombre poderoso. Y que ese poder, por mucho que esté ligado por lazos de lealtad y vasallaje al emperador, es una amenaza para el mismo emperador. Si un día el caballero dragón sintiera que aquella soberanía le pertenece, si creyera ser en efecto rey de las bestias, ese día podría despachar a los reyes y sentarse solo en el palacio de Dáladon. 
Aquello tampoco escapaba a los druidas que donaron el fuego a los primeros dragones y la autoridad sobre ellos a sir Ruggier. No sin pavor presenciaron la escena el emperador longobardo, y los reyes arverno y turdetano. De hecho, Dáladon conocía la historia del rey tirano de los longobardos, que hace siglos había querido transformarse en el único soberano y someter a las naciones a la esclavitud, en lugar de liberarlas. Derrocar a aquel monarca había costado tanta sangre a la legión como para que el lugar de la batalla final se llamase ahora la Colina Roja. Sir Ruggier de Oromonte era un caballero sin tacha, de quien nadie podía dudar de su lealtad. Pero ¿qué ocurriría el día que un caballero dragón menos honorable y más ambicioso ocupara su lugar?
La respuesta puede parecer frágil a ojos modernos, pero fue eficaz en las lógicas de aquella época. El caballero dragón no transmitía, ni por sangre ni por voluntad, su soberanía a ningún hombre. Aunque en general fueron siempre longobardos, el sitial no tuvo ninguna relación con tierra ni con familia alguna. La elección del sucesor involucraba a los descendientes de Draco, al soberano emperador y al Gran Guía —cabeza de los druidas— que confería la autoridad al elegido en un rito especial. 
El caballero, pues, no tenía ninguna esperanza de que su poder pasase a nadie de su entorno, y él mismo no poseía como propia ninguna otra tierra más que la montaña en que se asentaba su trono, la Montaña Dragón. En los hechos, estaba excluido de las redes de alianzas y política de las fuerzas imperiales, y aunque los reyes escuchaban su voz, él no decidía. Físicamente apartado de la corte, su poder apabullante restaba siempre a la vez dormido y amenazante para los enemigos del Imperio que, si bien podían atreverse a de vez en cuando a poner en cuestión sus caballeros y legiones, jamás soñarían con ser tan audaces de provocar que la ira de los reyes convocase a su más poderoso aliado. ¿Y si el caballero dragón hubiese querido cambiar este orden de cosas? Bien, ciertamente que hubiese podido. Pero ¿de qué hubiese servido? Su control sobre las bestias moriría con él, y a su sucesor los dragones no tenían por qué obedecer: la voluntad de aquellas bestias se había mostrado siempre firmemente anclada a la protección de la humanidad, mientras esta permaneciese fiel a los principios que fundaron la Alianza. 
Los caballeros dragón fueron entonces una pieza clave en la soberanía del Imperio, pero rara vez activa. Cierto, fueron portavoces de las bestias, tanto como los druidas lo eran de la armonía entre hombre, creación y divinidad. Como tales, su voz resonaba fuerte y profundo. Y hacia ellos se volvió la mirada cuando la estirpe de las grandes bestias comenzó a declinar, ya cercanos los tiempos de la Segunda Guerra Druídica. Pero eso es otra histoira.

El Caballero Dragón en la formación de Crónicas de una espada.

Ahora que sabes quiénes fueron estos personajes, te puedo contar un poco de la génesis mismas de la saga. Sí, has leído bien: del comienzo de los comienzos. Porque, mucho antes de que Damián de Siar fuera concebido en mi cabeza, y antes incluso que la profecía de las espadas, ya había un caballero dragón.
Y es que la primera historia que intenté escribir partía del supuesto que he descrito un poco más arriba ¿y si un caballero dragón se plegara a los caminos de las tinieblas? ¿Qué sería del mundo, si se convirtiera en los hechos en un señor oscuro? Bien, pues esa era precisamente la trama de la primera historia que se me ocurrió. 
La historia comenzaba, como suele ocurrir, in media res. Un tiempo de sombras se había extendido sobre todos los pueblos, el día en que el caballero dragón había transformado su trono en la montaña en el centro de su dominio y arrasado con toda justicia y libertad. Por supuesto que había habido resistencias, pero fueron inútiles. Un grupo de osados consiguió entrar en la fortaleza para acabar con el tirano, pero al ser descubiertos perdieron la vida calcinados en los pasilos bajos de Dágoras (porque sí, en aquella versión primitiva, la sede del caballero dragón era la que luego sería la montaña de los fenóritos: como vez, el lugar mantuvo su malignidad...). Y el primer capítulo de aquella protohistoria arrancaba cuando el héroe recibía por carta la noticia de la muerte de su padre en esa expedición frustrada. El héroe era... un garbeo.
Y sí, muchas cosas eran distintas. Los garbeos no eran humanos por ese entonces, sino criaturas completamente distintas. Y eran "buenos", una especie de hobbits al revés: vivían en las montañas en pequeños pueblos, eran inmensos y fuertes, de corazón aventurero y valiente. Cuando la historia de Crónicas de una espada comenzó a evolucionar, pasaron a estar del costado fenórito de las cosas (obviamente el enemigo debía tener efectivos más potentes que los héroes, por regla básica de dramatismo) y luego también a ser humanos, aunque de un porte más alto que la media, al correr por sus venas sangre de titanes: son un pueblo que, de hecho, convivió siglos olvidado en las montañas con las mismas bestias que el Imperio había expulsado de sus territorios. No es sorpresa que le tengan un odio jurado al águila tricéfala, estandarte imperial.
En cuanto al caballero dragón, se trataba del antagonista de la historia, de alguien que había de algún modo conseguido la soberanía sobre las criaturas del fuego. Muy distinta a la situación actual, pues ni siquiera había druidas en ese primer bosquejo, que nunca pasó de las primeras tres escenas: muerte de los primeros héroes en los pasillos de Dágoras, carta del escudero recibida por el protagonista, petición de consejo de este último al señor de las Águilas (sí, había un señor de las águilas, que vivía en un nido y cabagaba sobre una que se convertía en fuego. No me juzguéis, tenía con suerte 14 años...). 
Lo que sí ocurrió fue que decidí que todo era parte de algo mayor. Que antes de contar la historia del malvado caballero dragón tenía que contar cómo se había formado el reino que ahora estaba en peligro. De hecho, tenía que ser una trilogía: en el centro estaba "El Caballero Dragón" libro que sería precedido por otro inspirado en la Reconquista y sucedido por un tercero de concluión apocalíptica. Con esa idea en la cabeza, y ya empezando a concebir el rol de tres espadas, una por cada libro, que luego llamaría "las Supremas Espadas", empecé a trabajar en mi precuela.
Pero la precuela creció y creció y se transformó en saga de cinco libros: Crónicas de una espada. En los años que me tomó hacerla mucho cambió a mi alrededor, y también la historia. Nada del bosquejo inicial de aquel libro sobre el caballero dragón sobrevivió. De hecho, tampoco lo hicieron los caballeros dragón, que perecieron con los reyes en los Campos Brunos, la batalla que cambió para siempre el mundo, cinco años antes de los hechos de El Lobo de Plata
El último hombre que se sentó en el trono de la Montaña Dragón fue, según nos cuenta sir Edward, Leocán. Es a él a quien vemos en la ilustración que encabeza este artículo. Leocán fue convocado a la guerra por el emperador Tiburcio III, cuando los fenóritos traspasaron la muralla del norte y se lanzaron contra el Imperio. Es el momento de la reaparición de las sombras, momento que los druidas del norte había preparado y anticipado con frío cálculo. Ansálador, grande entre los druidas fieles, había anticipado ese momento delicado, y unos cincuenta años después de que se pronunciara la profecía de Luciano el Vidente, había forjado las Cuatro Grandes Espadas, que entregó una a cada rey y una al caballero dragón, para protección de sus dominios. 
Siglos después de la forja de las espadas, el vaticinio comenzaba a cumplirse. Leocán oyó al mensajero imperial y un fugaz pensamiento de preocupación cruzó sus ojos centelleantes. Quizás intuyera que algo grande y terrible se aproximaba. A diferencia de los reyes, puede que gracias a su conexión con la sabiduría de las bestias, no se tomó la amenaza a la ligera. No cayó en el superficial argumento de que quienes ya habían vencido a los fenóritos una vez, en la Primera Guerra Druídica, lo harían fácilmente de nuevo. Siglos habían pasado desde aquel conficto y, si bien los reyes estaban confiados porque ahora contaban con la ayuda de los dragones desde el inicio, Leocán en cambio conocía perfectamente la fuerza de sus súbditos, y también sus límites.
Se levantó pues, y se armó. Se revistió su brillante coraza de escamas y mandó a llamar a
Arghock, el dragón verde esmeralda que descendía en línea directa del mismísimo Draco. Mientras lo esperaba, tomó en sus manos el yelmo y la máscara que ocultarían en la lucha su rostro mortal, para hacerlo resplandecer y parecer una más de entre las criaturas que comandaría hacia su destino final. Con un sobresalto en el corazón, luego de ponerse el yelmo, levantó la resplandeciente Espada, que generaciones y generaciones de hombres como él habían custodiado desde el día en que Ansálador la forjara. Era una hoja ancha y larga, con un mango robusto para utilisar a dos manos. Casi se diría que tenía las dimensiones de media lanza, pero estaba forjada de tan misteriosa manera que era ligera como cualquier otro acero de dimensiones convencionales. Estaba hecha perfectamente para ser útil a lomos de un Arghock. Cuando este llegó, Leocán le transmitió el mensaje imperial y la gran bestia alzó el vuelo para convocar a su sangre.

Con la muerte de Leocán en los Campos Brunos se perdió también su Espada, así como las de los tres reyes. Esa batalla fue el fin definitivo del Imperio de las Tres Coronas tal y como por milenios se le había conocido. Con ella comienzan los hechos de Crónicas de una espada, y una nueva era se abre al final del Canto V, con un nuevo señor en el Trono del águila y relaciones muy distintas con el que hasta entonces había sido el salvaje Este, en un mundo en que las grandes bestias pasaron definitivamente a ser cosas del pasado y las fábulas. Dáladon sobrevivió, pero ya no es el mismo Dáladon, ni lo volverá a ser. 

Decir más podría arruinar la trama de la saga para quienes no la han leído. Baste decir que, aunque tengo en mente escribir algún día una historia en la que vuelva a estar implicada la estirpe de Arghock, el caballero dragón y su reino han pasado a la leyenda. Me gusta pensar que este dibujo representa el momento en que Leocán recibe la orden del emperador de reunir sus poderes y marchar con él a los Campos Brunos, marcha que para ambos será la última. 







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