Sir Edward


Poco a poco las facciones del hombre se hacían más nítidas, mientras el sol le ganaba terreno a la noche (...). Era un hombre alto y bien fornido. Su porte viril y sus movimientos pausados y decididos lo delataban como hombre de armas. Se trataba de alguien de unos treinta y cinco años, de rubia cabellera y azules ojos. Una nariz bien formada se ubicaba al centro de su amplio rostro, afeado por un solo defecto: su mandíbula emergía de manera que sus dientes inferiores se colocaban por delante de los superiores, lo que se hacía especialmente notorio al mirarlo de perfil. Llevaba como armadura una cota de escamas metálicas y ceñía una hermosa espada a su cintura. Calzaba unas viejas y usadas botas de cuero y sobre una piedra descansaban su yelmo recién pulido y su escudo.
(Canto II: La Corona de las Montañas)

¡Sir Edward! A este gran caballero lo conocerán en el Canto II de Crónicas de una espada, y su figura ya no los abandonará. Último de los paladines, orgulloso depositario de la tradición de la caballería del Imperio, que se resiste a desaparecer. Como maestro y mentor de Damián, lo recibirá como escudero, y será bajo sus emblemas que nuestro protagonista inicie la senda del verdadero caballero. Aquí abajo, durante una de las primeras sesiones de instrucción a su joven aprendiz. Al fondo, se ve también Elena y Diamente, el fiel corcel del paladín.


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