Edward o el Caballero Verde, Parte IX

El enemigo en Dágoras




Los días crudos habían ya llegado al norte, al otro lado de la muralla que les apartara para siempre de las tierras del Imperio, si es que se podía hablar de días benévolos en el gélido Dágoras: lo único cálido en esa comarca de exilio eran las humeantes fauces del volcán que dominaba bosques y montañas, en las riberas del lago que llamaban Mar Helado no sin razón. Y tan frío como ese ambiente, era el corazón del joven que volvía en ese momento, cabalgando, desde la muralla. Sus cabellos largos flotaban en el aire mientras aceleraba el paso de su montura, enmarcando un rostro bello de ojos centelleantes. Sus años eran aún pocos, pero las holgadas vestiduras negras le daban una apariencia solemne, al tiempo que el medallón de plata sobre su pecho y el báculo ferrado que sostenía como si fuera una lanza le imbuían de toda la autoridad que sus cortos años no alcanzaban por sí solos.
Las primeras nieves cubrían ya su senda, y lo único que daba calor al druida que así avanzaba como una flecha por la tundra eran los pensamientos de odio que rumiaba en su interior, como si fuese una encarnación del volcán Dágoras, de nevadas cumbres y ardientes entrañas. Cuando el fenórito llegó a la casa de su maestro, una sonrisa cruel se dibujaba en sus labios.
—Maestro Arzgúrix —dijo al entrar— he vuelto de la muralla. Tengo noticias que interesarán a todo el consejo druídico.
Un hombre de larga barba y túnica oscura se volvió al oírse llamar, apoyado en un báculo rematado con una cobra de plata. Con voz calmada, como si no diera importancia al asunto, respondió: 
—¿Y cuáles son esas noticias, Calicles? ¿Qué has visto?
—He visto que tenéis razón, maestro, y necios han sido en el consejo al no contar con vuestro parecer. El muro que hace siglos el detestable Imperio construyó para que no pudiésemos volver ahora apenas está vigilado. Lo he recorrido completo: toda la costa sur del Mar Helado, desde su comienzo en la Cordillera del Norte por el oeste hasta que se interna en el bosque de Dágoras por el este. Y aunque sus murallas y torres siguen las mismas de siempre, altas, firmes y sin fisuras, he visto muy pocos fuegos en sus atalayas y ningún vigía que me haya visto a mí. Al parecer, los Campos Brunos se han vuelto una tierra rebelde para el Imperio y los clanes varnos, forzando la frontera hasta el De Laid, obligan a destinar menos soldados al muro. 
—Es como lo presentí, entonces. Dáladon ya nos ha olvidado, o no nos considera una amenaza; no una mayor que los bárbaros, al menos. No es raro, después de todo: estas tierras nunca les interesaron, así como jamás fue real su control sobre los Campos Brunos: de hecho, la frontera imperial siempre fue el río De Laid. Este muro solo lo levantó su miedo y su poder después de la Primera Guerra Druídica.
—¿Qué haremos? ¿Preparo vuestra montura para presentarnos en el consejo? ¿Ha llegado ya el momento de que recuperemos lo que es nuestro?
—No, Calicles, no aún —la decepción se dibujó en el rostro del druida joven— esa hora todavía no llega. Hemos de seguir como hasta ahora, por un tiempo. El consejo ha enviado al otro lado de la muralla a algunos de los nuestros, que caminan ahora entre los varnos, haciéndose pasar por druidas fieles. Dáladon es demasiado poderoso: primero hay que desgastarlo, y asegurarnos además de que su visión se ha embotado para ver más allá de su nariz. La guerra en la frontera contra los bárbaros es útil para probar y conocer sus reacciones. 
—¿Poderoso? ¿De qué habláis, maestro? ¡Su fuerza no se acerca a la nuestra! Los espíritus de la gran Tsi-Harthis y de Fenórito están con nosotros. Las sombras y los espíritus del norte…
—Silencio, Calicles: no las nombres a la ligera ¿cuántas veces he de decírtelo? Controla tus ímpetus, nadie puede enterarse de lo que te he enseñado, nadie más que tú y yo conocemos esos secretos. Ni siquiera lo saben las grandes bestias de este lado: quizá solo Feirnjar, el dragón negro, pero él vive apartado en la cumbre misma de Dágoras y no revelará sus secretos a otros.
Calicles cerró sus puños crispando sus labios. No soportaba que Arzgúrix le tratara así, ni que le dijese que debía contenerse. Su fuerza estaba en su ira, su fortaleza, en su odio: eso le haría grande entre los fenóritos y su propio maestro se lo había enseñado. Lo que ahora le decía no tenía sentido, y olía escandalosamente a hipocresía fiel.
—¿Cómo puedes hablarme así? —replicó dejando a un lado el respeto de las formas— ¿No te avergüenza predicar el autocontrol como si… como si fueras un miserable druida fiel?
Arzgúrix le destinó una mirada de hierro y Calicles sintió que sus fuerzas le dejaban. Sus rodillas temblaron y no pudo evitar caer al suelo ante su superior. Lo que más le escocía era la humillación: la bajeza de no poder resistir a la fuerza de su maestro, pese a que se consideraba un espíritu mucho más ambicioso.
—Calicles: no vuelvas ni a insinuarlo. Todo lo que sabes, por mí lo has conocido. Dos cosas te voy a decir ahora, para que las sumes a lo que ya te he enseñado. Primero: el conocimiento es poder, y mientras menos lo compartas con otros, más dominarás sobre ellos. Esos necios del consejo no tienen idea de lo que se han hecho al rechazarme, a mí, que he llegado a dominar materias con las que ellos ni sueñan. A ti, mi aprendiz, que serás grande un día entre los fenóritos, te lo he revelado todo: guárdalo bien y hazme caso en mantener nuestro secreto.
”Segundo: si en verdad quieres conseguir tu objetivo, tendrás que hacer decisiones que implican, sí, control de ti mismo. Eso es innegable. Si solo te lanzas tras tu ira y rencor es evidente que esos impulsos serán tu perdición. Porque tres cosas puede perseguir en el mundo el espíritu humano: el placer, el poder, el honor. Algunos dirían también la riqueza, pero la riqueza es para unos poder, para otros honor y para otros, medio de placer. Tú y yo hemos elegido el poder. Si lo quieres conseguir, alguna vez tendrás que negarte el placer de ejecutar tu ira de inmediato: para descubrir luego la dulzura de la venganza fría.
—¿Y cuál es entonces la diferencia con toda la moralina de los druidas fieles? También ellos hablan de control, de fines…
—La diferencia, Calicles —Con un gesto, Arzgúrix le permitió levantarse de nuevo, retirando de él su mirada—, está en que no consideramos las cosas como buenas o malas de antemano. Ellos, inútil e ingenuamente, buscan un gran fin que pueda dar un orden a todo, un sentido a cada cosa. Para ellos, poder, riquezas, placer, honores… son todos medios, que serán buenos si se alinean con ese fin, con ese orden que dicen conocer. Afirman un bien supremo, por el que vale la pena sacrificar, y de hecho sacrifican, todo lo demás. Un orden mayor: la armonía de la creación.
—Armonía que revela al Creador…
—Exacto. Cuentos y fábulas. Historias con las que mantienen sometidas a las gentes. Apuntan a un bien que es inalcanzable porque no existe: la creación no es orden, la naturaleza es caos, es fuerza, es dominio de unos sobre otros. Y como el ideal no puede alcanzarse, se pasan la vida con sentimientos de culpa, o viviendo igual que nosotros sin admitirlo. Y mientras los demás sufren en una lucha inútil, los druidas fieles gozan de honor y poder en la población. Hipócritas. Fenórito hace siglos desveló la trama, y fuimos exiliados aquí. Tachados de malvados, de libertinos, de codiciosos… etiquetas inventadas por ellos, que no aceptan que la única felicidad posible es la de llenarse con lo que realmente tenemos a mano: placer, poder, recibir la estimación y admiración de la gente. Los fenóritos liberaremos al mundo de toda esa servidumbre moral. Y recuperaremos lo que siempre fue nuestro: el Imperio de Dáladon, el gobierno de la humanidad entera.
—Pero habéis dicho que el Imperio es muy poderoso, y otras veces me habéis enseñado que el falso Creador les protege. El caballero dragón y las grandes bestias están de su lado. Las mismas bestias que vencieron a Tsi-Harthis. Las bestias fenóritas que nos acompañan, incluso Feirnjar que una vez fue fiel, no son tan fuertes como los poderes de Dáladon.
—Sí. Y por eso te digo también que aún hay que esperar. Hay mucha actividad en el mundo de los espíritus, últimamente. Las sombras a las que te enseñé a contactar y que los del consejo ignoran se han despertado. Ellas nos darán la victoria, y harán de ti y de mí inigualables. En su momento, llevaremos tus noticias al consejo y marcharemos contra el muro e invadiremos Dáladon. Pero ahora, deja que las sombras que ya se mueven por todo el mundo anquilosen el corazón de los daladonenses, que emboten sus sentidos y que la arrogancia que ya demuestran les haga vulnerables. Entonces será el momento del acero de Dágoras.



Comentarios

  1. Primero: wow, gracias! Qué bueno que te guste y que haga sentido. Efectivamente, no son cosas dichas al azar, ni tampoco de relleno. Pero, segundo: cuidado, no vayas a escoger a Arzgúrix como maestro de vida, o podrías terminar con un alma tan fría y cruel como la de Calicles.
    Y a propósito de Calicles: su nombre viene de otro Calicles famoso, discípulo de un tal Gorgias. Él y su maestro tienen un diálogo muy interesante, si hay que creerle a Platón, con Sócrates. El diálogo se titula "Gorgias" y Sócrates es un maestro mucho más conveniente que Arzgúrix...

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